Podía sentir sus ojos fijos en mí, auscultando lo que quedaba de un alma que no me pertenecía en ese preciso instante. La angustia se desbordaba en un llanto patético y mis lagrimas caían súbitamente. Sentía que algo se me ocultaba en esa difícil apariencia. Solo, en aquel incómodo y barato cuarto de hotel del treceavo piso, obligado a vivir una vida que no me pertenecía. Knock knock, me sobresaltó un fuerte golpe en la puerta. Perturbado por la interrupción, agarré la botella de whisky y me puse a tomar desquiciadamente grandes sorbos. El líquido escurría por mi piel. Me dirigí a la puerta y al abrirla me encontré tan solo con un largo y oscuro pasillo. La oscuridad me detuvo. Mi corazón sobresaltado dolía. Una repentina carcajada atravesó el pasillo y estalló en mis oídos; brutal y descarnada. Pude percibir, no sin dificultad, una larga sombra, en pie, al otro extremo del pasillo. Me pareció que tenía los mismos ojos que me habían vigilado minutos antes desde el otro lado del espejo.Y, dando un sorbo más, cerré la puerta, aterrorizado.
Di un par de pasos hacía la cama y me pregunté cómo había llegado hasta allí. La vida es siempre como un pequeño huracán que destruye todo a su paso, incluso el tiempo. El sonido de aquella espantosa risa volvía, una y otra vez, a perturbar mi espíritu como una sarna metafísica que hubiera contraído por la oscuridad y el silencio. Pensé que estaba demasiado borracho y decidí dejar la botella. Apagué las luces y me recosté, abierto a las imágenes que pudiera devolverme la jornada. Giré el rostro hacía la vieja puerta y me descubrí perplejo: un asqueroso líquido negro empapaba la sucia alfombra. El sonido mendicante de una risa rota, como si de una boca quebrada a martillazos, humedecía todo en la habitación.
Miré el reloj que pendía sobre la cama. Y aunque no pude precisar cuánto tiempo había pasado, me dije a mí mismo que el tiempo se agota más rápido que la vida misma. No era la primera vez que tenía alucinaciones. Me convencí de que no debía preocuparme por nada. Con los ojos fijos en el techo, intentaba encontrar respuestas a mis actos. ¡Malditos recuerdos! La temperatura parecía incrementar aunque seguramente era la una o las dos de la madrugada. Me sudaban las manos y sentí de pronto que mi cara se derretía. Mi nariz sangraba profusamente. Apreté con dos dedos el tabique esperando que parara y mientras volvía a revolcarme en mis recuerdos: su pequeña sonrisa y sus ojos atentos a la promesa de más dulces. Esa imagen, como una fotografía a todo color, se paseaba por mi mente. El deseo de repetirlo se apoderaba de mí. De nuevo esa sensación líquida en mis manos; la misma, sí, la misma endemoniada excitación. Quise penetrar en aquella piel tan pura. Vislumbré la habitación y pude notar que todo en ella era como en un horrible cuadro de Beksinski. Y yo era el protagonista de mi propia pesadilla…
Abrí la ventana para que entrara el aire. La noche se cernía sobre las pequeñas luces de la ciudad como una maldición estéril. Me lancé a la puerta pero no pude abrirla. La oscuridad diabólica que se regaba y esparcía cual una baba espesa dentro del cuarto hacía de cada cosa una bruta piedra de Sísifo. Intenté beber de la botella pero nada se vertía en mi boca. La sed más atroz e infinita clamaba desde los podridos rincones de mi cuerpo y me torturaba junto con la impúdica y caliente exaltación de mi carne. Entendí en medio de ese frenesí de lujuria en los abismos de mi sangre que había sido condenado. Yo le había robado la vida a una criatura inocente y ahora el infierno vomitaba toda su esclerótica y deforme belleza en ese recóndito lugar del mundo donde había tenido la maldita idea de descansar después de mis pecados. Busqué frenético una salida pero he llegado a convencerme de que no la hay. El tiempo es aquí una bifurcación del alma. No saldré de aquí sino a través de una purificación total de mis instintos. Escribo esto en las páginas de una biblia, que guardaba seguramente bajo la almohada por un desgraciado como yo. La tinta de un viejo esfero me ha prestado el consuelo de estas pocas palabras pero no sé cuánto durará.
Sé bien que no soy nada especial. He escuchado historias similares: habitaciones que sirven como lugar de purgatorio para las almas que perdieron su camino. Asesinos, drogadictos, gente sin ilusión que grita y llora contra frías y sucias paredes y busca con ello expiar un poco su espíritu ya prometido al infierno. ¡El reflejo, eso es! La imagen de mi propio rostro, pero desfigurada más allá de lo que podrían decirlo las palabras. Eso deseo ahora: ser irreconocible, para que así nadie pueda juzgarme por mis delitos. Esta enfermiza oscuridad buscará a otro seguramente o recorrerá el mundo sin encontrarme. Esa cara deforme era, desde el principio, la solución. Así se callará la muerte. Así evadiré la tortura eterna. La ventana es lo único que puede abrirse a la tranquila reconciliación del mundo. Saltaré y cuando mi cráneo se estrelle contra el asfalto, habré salvado mi alma de este inanimado y negro emplazamiento. Saldré de aquí a como dé lugar. La última de mis acciones renovará en mi espíritu la búsqueda de otro lejano cuerpo y con él perseguiré en mis días la ilusión de ver cómo se extingue la vida en los ojos inocentes de los hijos de nuestro ingenuo creador.
Añadir nuevo comentario