Vie, 05/27/2022 - 17:45

Cuento. El mazo dando

Cuento perteneciente al libro «Minutos con poco uso».

Para Paco Ignacio, café.

Hay tumbas que en silencio
hablan del mundo.
Rainer Maria Rilke

Ante mi nuevo tesoro personal, y luego de negarme a la invitación del sepulturero para dar el primer golpe, quizá para que yo practicara una especie de iniciación en la vida adulta, vi cómo, con un pequeño martillo blanco, que parecía ser tan antiguo como el mismo mundo, él golpeó el hueso más largo que encontramos al abrir el cajón donde habíamos enterrado a la abuela cinco años atrás.

Como los cálculos no son lo mío, y para ayudarle a afinar la puntería a ese hombre que golpeó a lo que fue mi abuela, entrecerré los ojos mientras hice una mueca que pareció una sonrisa, y que, por imprecisa, confundió a mis padres, aunque no le prestaron demasiada atención. Sin embargo, él acertó en el centro exacto del hueso, porque había hecho lo mismo con cinco mil fémures y ese no era la excepción. Oí, junto a mis padres y los demás familiares de otros muertos, presentes allí por ser el día de mayor afluencia al cementerio, y que observaban sin mucho interés la práctica burocrática, el crujir seco de la vida en sintonía con el silencioso gemido de la muerte, y sentí, justo después, una astilla del fémur que me golpeó en la frente. Mientras desapareció el sonido, pensé, como cada vez que algo cruje, que la vida es un soplo y que dura lo que un crepitar de un hueso, sea de humano o de pollo. También vi a una de las personas que nos acompañaban y, por su gesto, que sí fue más definido que mi mueca, imaginé que pensó en los golpes que recibió del amor en su juventud, y el dolor causado por este, y que todavía le calaba en los huesos. Miré a su acompañante, que era más joven, y me imaginé que pensaba en un balón que se ponchaba contra la cerca de alambre de la bruja vecina, y en la tristeza infantil que hay en una herida que sangra aire a presión. Regresé la mirada al cajón polvoriento y le di una ojeada a los restos esparcidos en desorden. Pasé de un trozo al otro como el que une estrellas con líneas imaginarias y completa una carrera en primer lugar. Con ayuda de una brocha de cerdas suaves, el sepulturero amontonó en el centro del cajón todo lo que pudo. Por la concentración con la que hacía su trabajo, el sepulturero no notó que yo lo observaba con atención mientras llevaba los miles de trozos de hueso, las pocas uñas que sobrevivieron y el montón de pelo de un lado al otro, mientras los acariciaba, procurando no ser visto, como hace un ebrio con las manos de su verdugo cuando este acaba de perdonarlo por estar borracho. Demoró un par de minutos más y terminó, por fin, con la limpieza del cofre gigante, ignorando que yo pensaba mientras tanto que lo que hacíamos con lo que contuvo esa caja de madera sucedía porque ya había alguien a la espera del espacio que ella ocupó en ese agujero que ahora quedaba libre. Con la ayuda de unos pocos ladrillos y cemento, el sepulturero cerró la bóveda donde estuvo el cuerpo y escribió allí unos números que sólo él sabía lo que significaban. Antes de recoger todos los restos en una urna que cabía en sus manos, y en las de cualquier adulto promedio, el sepulturero, como si fuera un sacerdote o una especie de líder religioso, con un gesto de sus manos bendijo el cajón casi destrozado, lo que sostenía en la otra mano y, tal vez, a todo aquello que quedó de lo que fue la abuela y que no pudo ver, antes de dar media vuelta, hacer una seña a los presentes para que le siguieran, y tal vez olvidar para siempre lo que acababa de suceder. De ahí marchamos en orden hacia el lugar en donde reposarían por fin los restos de la abuela mientras los adultos cantaban unas canciones que no decían nada lógico, pero que parecían elevar su espíritu a otro lugar.

Luego de trasladar la urna con los restos a las celdas subterráneas, hacer un par de oraciones y encender cuatro velas diminutas en la puerta, que se cerraría para siempre, el sepulturero les dio una última mirada a mis padres, que, junto a mí, fuimos los últimos acompañantes de la ceremonia. Al ver que mi madre tenía el rostro inundado por el mar que brotaba de sus ojos, el hombre le dijo que el diluvio universal, que era una metáfora del llanto, ocurría si uno así lo quería. Ella pareció no entender a lo que se refería el hombre y continuó en su limpieza interior. Él, sin percatarse de que ella no le había prestado atención, al ver que yo tenía esa expresión de fisgoneo típica de los niños, debido a que era mi primer muerto, me dijo que a todos nos llegaba la primera vez para la muerte, y que, por lo general, esto sucedía mucho antes de estar preparados para la última vez. Yo no tenía edad para entender aquello, pero mi rostro, acostumbrado a la ambigüedad, pareció decirle que sí, y, como mi madre seguía desolada, el hombre me pidió que sostuviera el recipiente en donde reposaban los restos de la abuela, y me dijo que lo abrazara para que no se cayera ni le pasara nada. Extendí las manos para recibirla, el hombre me la entregó con cuidado de que no cayera al suelo y me pidió que no respirara profundamente, sino que lo hiciera sin afán. Le pregunté que qué pasaba si lo hacía. El hombre me dijo que la abuela se me metería en el pecho y me haría toser. De golpe, y tal vez al oír aquello, mi madre se desvaneció y mi padre la auxilió de inmediato. La tomó en sus brazos mientras que el sepulturero abaniqueaba con unos papeles para hacer circular el aire frente a ella. A punto de llorar, asustado, y sin ser visto por mis padres, debido a la emergencia, aspiré fuerte por la boca y algunas partículas de la abuela entraron hasta mi garganta. Nadie lo notó, porque mi padre, al contrario de esperar, le reclamaba a mi madre por lo que le sucedía. Ella regresó rápidamente de su trance, no sé si motivada por él o por su vida misma, y, como ya discutían enérgicamente por las razones del vahído, se olvidaron por completo de mí y no me oyeron toser, como siempre sucede con los adultos y los niños cuando es más importante la adultez que la niñez. Pero en poco tiempo me acostumbré al polvo en mi boca, al sabor de la muerte, y repetí la acción tantas veces que desaparecí el total del contenido de la urna, asegurándome de no ser visto por los adultos presentes, que seguían dos riñendo y uno observando mientras invocaba al aire fresco. Para evitar ser castigado, cuanto antes remplacé el contenido ya inexistente en la urna con tierra del suelo y algunas piedrecitas.

Luego de que terminó la discusión, mi madre, tras esperar a que mi padre saliera del lugar, volteó a verme y me dijo que los restos de la abuela eran míos a partir de entonces, que tenía que cuidarlos y llevarlos a un lugar sagrado para mí, para que pasaran allí la eternidad, porque ella y mi padre tenían que terminar de hablar, y salió tras él. Miré mi reloj de pulso, el que me regaló mi abuelo la última vez que nos vimos, aunque yo no supiera leerlo, y vi que las tres manecillas estaban en el mismo lugar, formadas, como la herida que me dejó el hueso que me golpeó la frente, pero en ese momento no sabía qué quería decir eso, ni me importaba, porque tenía que hacer la digestión.

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