Vie, 04/29/2022 - 09:42

Cuento. Tornillo sin fin

Relato incluido en el libro «Minutos con poco uso»

Para Juan José, titiritero.

"No puedes releerte, pero puedes firmar"

René Char

Como quien se encuentra un billete que no sabía que tenía, o como quien halla aquel libro que pensaba que había desaparecido, para luego hacer que dudemos de la memoria y la imaginación, descubrí que una de las personas de las que más he leído libros me había poseído la noche anterior y que, no contenta con eso, porque nada la sacia, hay que decirlo, escribió un cuento en mi nombre. Sucedió mientras estaba dándole el vuelco semanal a mi biblioteca, una especie de ritual, con bases ya firmes en mi cotidianidad desde hace varias décadas, que consiste en clasificarla, organizarla, releerla, descubrirla y casi llegar a acariciarla como se hace con la mascota entredormida sobre las piernas de su humano. Este suele empezar a eso de las siete de la noche del viernes e ir hasta muy avanzada la madrugada del sábado, y en algunas ocasiones hasta que el sol me recuerda que el día existe y que, si no quiero morir de un soponcio o, en el mejor de los casos, desmayarme, debo ir a dormir un poco, aunque no tenga ganas de cerrar los ojos y encontrarme con lo que llevo adentro. Porque, mientras estoy en ese estado, una especie de iluminación, no percibo con claridad lo que sucede más allá de los libros de mi biblioteca personal y dejo de pensar en todo lo demás, y en todos los demás.

Por el asombro que me causó el descubrimiento de aquel milagro, y por pensar en cómo esa persona lo había hecho sin que yo, que bien la conocía de tanto leerla durante tantos años, no me hubiera dado cuenta, empecé a disminuir la velocidad de la inspección de los libros. Hasta que llegué a la colección titulada con su apellido, que comprende más de treinta tomos entre narrativa, ensayo y poesía, y me detuve para estar con ellos un rato, en silencio, aunque no en paz. Estos libros están en el anaquel más pulcro, el lugar más sagrado de la casa y de todas las bibliotecas que conozco, y en el que, a modo de rito, se celebran lecturas en voz alta de, al menos, una página diaria desde que recuerdo. Mientras pasaba la mano por los lomos me detuve en uno de mis preferidos, un volumen de más de mil páginas que, con su sola presencia, espanta a más de un lector afanado, pero que, leído con serenidad, forja lectores de los que resisten la gota que nunca deja de caer sobre el cráneo. Lo observé sin prisa, protocolar, como si estuviera comulgando con él, recibiendo el cuerpo de un dios, porque es uno de mis preferidos, a lo mejor porque está autografiado, de afán, con una tinta color Rojo sangre toro que mantiene su viveza original, aunque pasen los años, y con una caligrafía de médico atareado con su propia vida, que no es otra cosa que la muerte ajena. Lo abrí en una página cualquiera, cerca de la mitad, y precisé la búsqueda y el azar con la punta de mi índice izquierdo y leí la oración que empezaba. Además de lo original, me gustó que en esas pocas palabras se narrara, a manera de cuento corto, un hecho fantástico relacionado con algo tan cotidiano en la vida de alguien que escribe y por ello recibe reconocimiento como lo es firmar un libro en cualquier lugar. Cuenta que la persona que le pide el autógrafo, dueña de aquel libro, es, en realidad, y aunque ni ella misma se lo crea, quien escribió aquel ejemplar, único a partir de entonces. Se trata de una especie de juego de espejos en el que, quien se refleja, es la persona que observa y quien, a la vez, protagoniza un acto, y ninguna de las dos personas sabe, al final, quién es quién o, también, quién no es quién.

Sonreí y regresé a las primeras páginas del libro, y luego de leer la dedicatoria un par de veces más, de acariciar los caminos rojizos con mi índice derecho, pensé que como fuera que estuviera escrito, o por la razón hubiera sido, se trataba de uno de los sellos inconfundibles que tanto me atrajo de su estilo, del que con tanto esfuerzo intenté siempre alejarme cada vez que leí un texto de alguien más y, por supuesto, cada vez que pretendí la empresa imposible de engrosar las filas de la mala literatura con lo que quise decir por escrito. Sin soltar el libro, le di una mirada rápida a mis apuntes de la noche anterior que estaban sobre la mesa y, al no encontrar grandes diferencias estilísticas entre lo que leí en el libro y ellos, abandoné el volumen gigante y me senté a estudiar los esbozos de mi historia con más detenimiento. Con un poco de pudor, y muchos pocos de vergüenza, me pregunté cómo pudo suceder y seguí unas líneas más, aturdiéndome poco a poco debido a la semejanza, que era cada vez mayor, entre lo que siempre leí de esa persona y lo que yo había escrito. Y mientras más avancé más noté que no se trataba de una simple similitud ni de una imitación barata, cada vez tenía más seguridad de que no lo había escrito yo sino esa persona. El hecho de que las palabras parecieran tan ajenas a mí y tan familiares a su estilo me mantuvo entre la excitación y el terror, además, con mis ojos adheridos, sin remedio, a ellas.

Regresé al libro y leí al azar un par de cuentos cortos, uno de la página quinientos treinta y dos y el otro de la quinientos treinta y tres. El primero habla de todas las formas y todos los colores posibles de dios a lo largo de la historia de la humanidad, desde que existimos como células hasta nuestra destrucción como especie, y es casi un ensayo académico, una tesis, sobre lo que hemos hecho con la geometría y la biología desde que sabemos que existe, y, además, lo que hicimos con dios desde que lo inventamos. Lo mejor de todo es que, por los temas que aborda y las ramas del saber que recorre, no es un texto fácil, pero, muy a su estilo, tampoco difícil, porque a cada término incomprensible lo acompaña una metáfora que lo acerca a la vida ordinaria, esa que casi no conoce palabras ni términos, ese lenguaje que se puede hablar en cualquier lugar del mundo. El otro texto cuenta la historia de un insecto electrónico, infiltrado en la Casa Blanca, que salva al mundo de una invasión estadounidense usando la técnica simple y ordinaria de pinchar en la aorta de quien estaba a punto de oprimir el botón rojo. En este caso, también hay expresiones tecnológicas y especializadas, pero un lector juicioso puede comprender todo el entorno, aunque nunca haya estado en una sala con esas características ni sepa que los que nos gobiernan son los mismos que nos esclavizan.

Sonreí y pensé que jamás tendré tanto ingenio y dominio del lenguaje como esta persona para contar historias, y mucho menos la habilidad y sagacidad. Tal vez por eso, siempre regresaba a su obra los viernes en la noche, los sábados en la mañana, todos los domingos y cada vez que podía, o quería, todos los días. Y, tal vez también por eso, casi todo lo proveniente de su pluma lo consideraba literatura verdadera, y hay que decir que había leído hasta sus textos más aborrecidos, que habían sido publicados sin su visto bueno definitivo antes de morirse de un estornudo mal vivido. Entonces recordé unos cuentos muy malos que escribí antes de haber leído algo suyo por primera vez, por allá en mi pubertad, y que me parecieron aún más malos después, cuando ya leía con un poco más de experticia. También recordé la manera en que perecieron ante mi mirada inhábil, que reflejaba las llamas que los rodearon hasta convertirlos en cenizas. Pensé en aquel momento que el fuego, más que otro elemento del mundo, debería de ser una de las pocas herramientas oficiales de la justicia, en las manos indicadas, por supuesto, ya vimos lo que sucedió en la inquisición, porque nada más deja tras su paso lo que debería quedar de todo lo que ya fue. Se trataba de unos cuentos que contaban la historia de las cosas que nos suceden a diario y que, por cotidianas, nadie les presta atención suficiente, como son los estornudos, la tos, las flatulencias, las ideas, y que, a lo mejor por marginadas, eran los personajes principales de todos los relatos.

Luego pensé que lo más extraño de todo eso era que, para empezar, la persona estaba muerta hace ya una década y, para seguir enumerando, que no escribíamos en la misma lengua, y que, entre ese escritorio que tenía en frente y su tumba hay miles de kilómetros de distancia. Además, pensé que no hay una razón de peso para venir del otro mundo a escribir con las manos de alguien que ni siquiera se reconoce como alguien que escribe de verdad, tendría que ser una broma de mal gusto de la muerte o, lo que resultaría peor, de la vida. A pesar de esta última afirmación, seguí teniendo la idea de que lo escrito allí no era mío, era casi como la sensación de estar dentro de otro cuerpo o en el lado equivocado de la moneda al caer.

Mientras tanto, recordé que la noche anterior había conciliado el sueño de una forma extraña, como si fuera la primera vez que durmiera o que me sucedía el prodigio único que ocurre cuando sueño. Y, gracias a un impulso morboso de seguir leyendo la historia que no me pertenecía, y de seguir conociendo a la persona desconocida que llevaba adentro, sin querer, dejé caer el libro gordo que tenía en las manos sobre una mosca moribunda, sin alas, que estaba junto a una goma de borrar que no se usaba hace mucho. El golpe del lomo corpulento contra el suelo hizo que saliera de aquel letargo, pero que, paradójicamente, de inmediato me viniera a la memoria el sueño de la noche anterior, que más se me pareció a una pieza fantástica vista en algún teatro improvisado en una noche cualquiera de Tokio. Soñé que era un águila portentosa del tamaño de un insecto y que un monstruo formidable se robaba mis alas y me amenazaba con golpearme hasta morir si me resistía o si lo denunciaba con la policía de animales. El gigante, que no era otra cosa que una milenaria montaña parlante, me las había robado para atravesar volando un lago que desde el principio de los tiempos tuvo a sus pies, y así poder visitar a la montaña que todas las tardes lo miraba con sus ojos anaranjados sin decirle nada, porque las montañas nunca dicen algo si no se les pregunta. Convertido en un artefacto inservible, desde el suelo, vi cómo el gigante gastó toda su suerte intentando volar, luchando contra la proporción de la vida sin conseguir más que cansancio. La montaña parlante saltó y movió sus brazos infinitas veces, ayudándole a las alas, rogando al cielo para lograrlo. Durante horas, el monstruo estropeó el mundo y lo desordenó todo con sus saltos titánicos hasta que, por fin, cuando ya no quedaba piedra sobre piedra, como por arte de magia, sus pies descomunales dejaron de golpear el suelo y empezaron a flotar, sosteniendo sobre ellos al gigante que se alejaba cada vez más en dirección a la montaña muda. Desde el suelo, el águila sin alas que fui soltó un suspiro corto, como la vida de una mosca, antes de morir en pecado mortal, sin alas, y sin haber luchado por ellas.

En la primera leída de los apuntes no noté que el texto estaba escrito con una caligrafía desordenada ni que, mientras lo leía, mi rostro tenía la expresión característica del detective que regresa al sitio del crimen. Me concentré para leerlo otra vez desde el principio, olvidándome de los sueños y los recuerdos de juventud, y estiré los músculos, recogí el libro del suelo, recogí el borrador y pateé la mosca moribunda para alejarla de lo que estaba por nacer de mí. El primer párrafo hablaba de una mujer extraordinaria, con la habilidad de convertirse en un hombre en cualquier momento. No se trataba de una heroína ni nada parecido, solamente era alguien que había nacido con ese poder, y que pronto le causó suficientes problemas como para engrosarle la piel, aunque, poco a poco, el buen uso que le iba dando, a medida que crecía y se conocía, la convirtió en una especie de heroína secreta de la ciudad. Más adentro de la historia, pasando por las peripecias de un hombre relleno de una mujer extraordinaria y las sensaciones invaluables que esto le genera a la protagonista, que también es escritora, se empezaba a mostrar cada una de las aristas internas del fenómeno y se contaba cómo ellas le dibujaban huellas nuevas en su personalidad cada vez, hasta que la psicología parecía pasar a protagonizar la historia, desplazando a la mujer mística y al hombre misterioso que la contenía.

Pensé que la trama estaba bien tejida y que no tenía giros sorpresivos ni trampas temporales, que se sostenía en equilibrio en todo momento. Creí que se trataba de una narración de estructura simple, que cualquiera podía leer si así lo quisiera, pero que también contaba con una disposición literaria compleja para lectores avezados. Hasta ahí, el relato parecía normal y nada de lo que leí me convenció de que había sido otra persona quien lo escribió. Por lo tanto, dejé de pensar en la idea de haber sufrido una posesión y pensé que era un efecto secundario de aquella noche tan larga, pero quise terminar de leer el manuscrito, porque me faltaba poco, y porque no recordaba qué sucedía al final. Sé, y lo sabía entonces, que con la literatura nunca se sabe y que alguien bueno leyendo es capaz con todo lo que se proponga mientras le quede algo por leer. En el párrafo final, la mujer contaba con rapidez que lo que creyó que eran poderes no era otra cosa que un desorden mental que le invertía la visión del mundo, y que, en un cuento suyo, porque escribía desde que descubrió que era diferente, hay un hombre que puede convertirse en la mujer que quiera cuando así lo desee, y lo que esto implica en la masculinidad del protagonista que, al final, no sabe distinguir si es hombre o mujer, si es una cosa o si es la otra, pero más que eso, el hombre no sabe si es él mismo o no lo es. El relato terminaba en apariencia roto, y lo firmaba, con una caligrafía fina y una tinta roja, que yo no recordaba haber tenido, la persona de la que más he leído libros.

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