Vivo en Alemania hace casi siete meses y aún no me despego de ese largo cordón umbilical que atraviesa el océano desde Colombia. A pesar de que mi reloj marca siete horas más tarde y estoy a nueve mil kilómetros de distancia, sigo mental y espiritualmente en el país en el que nací, crecí y me reproduje. Aún no sé si moriré allí. Pocos humanos pueden adivinar en dónde van a morir, aunque parezca fácil suponerlo.
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