Recuerdo que se llamaba William y su amabilidad no tenía punto de comparación. Él, junto a su esposa, tenía una pequeña tienda, de esas de barrio en cualquier ciudad latinoamericana, a pocas calles del conjunto residencial en el que vivíamos en Chía, a las afueras de Bogotá. Vendía de todo. Menos pan fresco, de ese que el olor caliente nos atrapa a más de cien metros de distancia. Pero eso no era impedimento para William. Cada domingo lo llamaba para comprarle a domicilio las cosas que teníamos pendientes, y siempre le pedía que se pasara por la panadería y nos llevara cinco mil pesos en pan surtido, del recién salido del horno. Jamás me dijo que no.
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