Literatura

Están quienes afirman, con esa voz de los farsantes convencidos de estar diciendo siempre una verdad irrefutable, que ya todo está escrito, que ya no quedan obras por hacer, que ya todos los caminos están trazados por las palabras de otros.

Me miro en el espejo para reconocerme a mí mismo: tengo treinta y dos años, mi hermano me odia, mi mamá murió decepcionada y mi papá me teme... Mis amigos están muertos. Sin más pretensiones, ese soy. El Demonio. El Maldito.

La misma persona que me pidió que le confiriera mi identidad para representarme en todos los eventos públicos para que yo no tuviera que moverme de la comodidad de mi cueva, y, por tanto, ser verdaderamente feliz, me dijo que, si no me parecía, podía darle, entonces, mi imaginación, y lo que ella contuviera, para que pudiera dedicarme a leer y nada más.

Sostenía su pequeño bolso marrón, su falda descolorida hacía juego con la palidez de su rostro. Sus piernas temblaban como gelatinas a punto de derretirse. Su cara vislumbraba el terror y la desesperanza. Su mutismo le deformaba la boca. Quería salir corriendo, estallar en gritos desaforados. Romper el tiempo con el llanto. Desgarrar con sus uñas la vida para quedar tendida en el suelo de la pobreza moral a la que arroja sin indulgencia las calles sucias saturada de memorias extraviadas, de vidas reprimidas y de luces que se apagan abriendo paso al lado oscuro del corazón.

Vengo de vaciar una vida entera de libros muy leídos y otros nunca leídos ni por quien los escribió, montañas de manuscritos ininteligibles, una infinidad de anotaciones en cuanto lugar y superficie pudo ser posible en su momento, paquetes incontables de cartas sin datar, algunas sin remitente y otras hasta sin destinatario, docenas y docenas de cuadernos destartalados y un acervo de cosas más porque, para dar el siguiente paso en mi oficio de escritor, uno que tengo que dar para seguir vivo, tenía que dejar atrás, antes que otra cosa, el olvido en el que estaban todas esas cosas que, ya lo sabrán, también son o, para ser más riguroso, fueron yo.

Hace unos días, una lectura que debía hacer en una feria del libro, finalmente se convertía en una entrevista curiosa. El presentador, un tipo carismático, con buen talante y capacidad para hacer de la metralleta de preguntar algo agradable, me hizo pasar un buen rato. Pero además moralmente demoledor. Escuchaba a mis compañeros en sus entrevistas y me escuchaba a mí. Volví a ver lo que años anteriores vi como ponente en otra feria del libro. Los escritores no nos modernizamos, nos quedamos anclados en un soler hacer implantado sin dar saltos al futuro.

Parafraseando a una Nobel de literatura, y porque estuve conversando con uno de mis fantasmas anoche, vengo a decir que todo lo que vemos sucede en la niñez y, lo demás, es memoria, porque el mundo es esa construcción a partir de la libertad que tenemos cuando no sabemos qué es cada cosa, incluidas las personas.

Un cuento de Sonya Estupiñan para este miércoles.

Nuevo episodio de La voz de las letras, un podcast para escuchar a quienes escriben.

En esta segunda entrega, Sonya Estupiñan concluye la historia de Gabriel.