Por lo anterior, si bien las propuestas planteadas en la consulta anticorrupción que se llevará a cabo el próximo 26 de agosto son oportunas, viables y necesarias, traducidas en leyes solo se sumarán al ya muy nutrido compendio de normas que poco o nada han servido desde el punto de vista sistemático y estructural para combatir la corrupción en Colombia. Porque la corrupción en Colombia es cultural, corresponde a los hábitos, costumbres, usos y formas de hacer las cosas. En Colombia se combinan todos los elementos necesarios para que la corrupción no sea un problema dentro del sistema, sino que es la forma como el sistema se sostiene, se mantiene, se reproduce y se perpetúa.
En Colombia hay una corrupción estructural establecida, que es la que conlleva a que se presenten esas desigualdades profundas en lo social y en lo económico, en donde una pequeña élite acapara el poder político, la riqueza económica, la tierra, la banca y el aparato productivo del país, generando así una organización social piramidal con una cúspide estrecha, de pocos, privilegiada, exclusiva y excluyente, que ha construido a su alrededor burbujas de seguridad, confort y bienestar para vivir con todas las comodidades del primer mundo, rodeados de la miseria que produce su desmesurada ambición y con un aporte mínimo para mejorar la calidad de vida de las demás personas. Además, esta estructura está soportada legalmente con base en normas que hacen la vida cada vez más fácil a los ricos y más complicada a los pobres. Solo hay que recordar el impuesto del 4 x 1000 que empezó hace 20 años como un “impuesto provisional del 2 x 1000” para ayudar a los bancos a superar un déficit momentáneo, que se convirtió en un impuesto permanente, sin que los bancos hayan considerado jamás socializar sus ganancias. Solo hay que ver lo que se anuncia para la próxima reforma tributaria, en donde la carga impositiva para las empresas se va a trasladar para la clase media, o revisar las leyes sobre tierras baldías, como la ley de Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (ZIDRES), solo por citar un par de ejemplos, para notar cómo se favorece siempre a los grandes capitales por encima de los trabajadores asalariados, los campesinos desposeídos y las personas que luchan todos los días por sobrevivir, que son la base amplia y empobrecida de esa pirámide social tan desigual.
De otra parte, encontramos esa corrupción cotidiana que hemos naturalizado y hasta sublimado bautizándola como “la cultura del vivo”. “El vivo” es esa persona que saca ventaja de cualquier situación para su beneficio personal, pasando por encima de los derechos de los demás, que en Colombia es percibido más como un personaje de admirar por sus dotes para burlar la ley y quedar impune, que como un sujeto al cual se le debe aplicar la censura social y castigo por parte de las autoridades. Nos encontramos con estos personajes en las situaciones más comunes, porque suelen hacer de lo público el espacio de sus atropellos y abusos. El conductor que parquea su vehículo en el andén para los peatones, el usuario del sistema público de transporte que se cola sin pagar, el comerciante que invade el espacio público como local de ventas, los motociclistas que usan las ciclorutas o los andenes para desplazarse, en fin, hay muchos ejemplos y casos que vivimos a diario en donde podemos identificar a aquellos “vivos” que tienen como costumbre burlar la norma, atropellar los derechos de los demás y cómo no, encontrar una justificación moral para cada una de sus fechorías. Porque en Colombia el corrupto si es rico justifica sus acciones desde sus privilegios, que asume como derechos, y si es pobre justifica la corrupción desde su resentimiento, a lo que denomina rebeldía o desobediencia civil.
Y para completar este cuadro desolador, nos encontramos con unas autoridades que lejos de hacer respetar las normas para restablecer el orden, son más proclives a profundizar y perpetuar las dinámicas de la corrupción, porque muchos de sus representantes son sobornables, pusilánimes, ineficientes y cómplices, es decir, corruptos. Estas anomalías se presentan en todos los ámbitos, desde el agente de tránsito que pide plata para evitar poner un comparendo hasta los magistrados de las altas Cortes que terminan involucrados en escandalosos entramados de corrupción, pasando por la mayoría de instancias administrativas y judiciales, en el sector público y privado, desde el nivel local hasta el nivel nacional.
Dirán que mis generalizaciones son equivocadas, arbitrarias e injustas, que hay muchos funcionarios públicos y en general ciudadanos muy honestos y “que los buenos somos más”. Quizás tengan razón, pero los resultados tangibles sobre las finanzas públicas, las obras de infraestructura y, sobre todo, en la calidad de vida de la mayoría de los ciudadanos, en un país privilegiado en recursos naturales, tierras, mares, montañas, valles y ríos, dejan entrever que más allá de si “los buenos somos más” es claro que los corruptos son mucho más poderosos y hacen mucho daño.
Por eso creo que el impacto que pueda tener el resultado de la consulta anticorrupción del próximo domingo es mucho más simbólico que efectivo. Quizás el simbolismo sea importante, pero el impacto real será mínimo o inane, sino hay una transformación cultural que ponga en su lugar la escala de valores que está invertida. Mientras la cultura de corrupción no cambie en Colombia, mientras cada ciudadano no se haga un examen reflexivo y profundo sobre sus actos y lidere la lucha contra la corrupción desde sus propias acciones, poco o nada va a cambiar, porque la ley no performa comportamientos. Es desde la formación, las convicciones, los principios y los valores desde donde se transforman las sociedades. Sonará romántico y hasta ridículo, pero no hay una resistencia más efectiva y verificable en la lucha contra la corrupción que nuestro propio aporte en el ser y actuar cotidiano. La cultura se performa a través de los comportamientos, toma generaciones, se construye a través del ejemplo, de la transmisión de valores y desde la reconstrucción de la ética más allá de las buenas intenciones y el discurso.
No es una lucha fácil, porque en Colombia el verdadero acto de rebeldía, la verdadera afrenta al sistema, es ser honesto. Por honestidad se pierden oportunidades, se compromete la tranquilidad y se arriesga la vida, todos los días, en las situaciones más inverosímiles. Las personas honestas suelen ser incómodas, contestatarias, irreverentes y temerarias. Pero es allí, en estas personas, en donde está la verdadera apuesta de la lucha contra la corrupción, quijotes que estén dispuestos a arriesgar y a denunciar la corrupción y a demostrar con el ejemplo que la honestidad es un valor que no se negocia.
Por eso creo que votar la consulta contra la corrupción es un acto simbólico importante y que sus efectos pueden redundar en tener más y mejores herramientas en esta lucha que tantas veces parece perdida. Pero solo será una gran frustración a futuro si a este resultado electoral, ojalá favorable, no se le suma el compromiso individual de luchar contra la corrupción desde la órbita íntima, lejos de los reflectores de la popularidad y sin pensar en el premio o en el castigo, como un simple acto de convicción de hacer lo correcto porque es lo correcto, sin otra explicación, sin necesidad de plantearnos por qué hacemos las cosas bien y nos va mal y a los que hacen las cosas mal les va bien. Eso no importa. La lucha es personal y los resultados se verán quizás cuando ya no podamos ver. Pero alguien, en algún momento de la historia, nos lo agradecerá. Quizás algún nieto, en el mejor de los casos. Pero hay que empezar.
There are 2 Comments
Totalmente de Acuerdo, las
Me parece que tienes mucha
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