Sáb, 08/21/2021 - 23:14

Buena suerte es lo que más necesita el talentoso

Me acaban de ofrecer un empleo de ensueño, algo así como lo que soñé desde que empecé a ser un lector, por allá en los tiempos en que no existía Internet, en las cavernas, podríamos decir. Me llamaron y me soltaron la bomba como si no hubiera un mañana, a lo mejor porque en lo laboral no lo hay, o porque a nosotros, los que nos dedicamos a escribir el mundo, no tenemos ni mañana ni ayer, porque no tenemos casi nada.

La persona que me llamó me lo dijo de una forma tan abrupta que apenas si tuve tiempo de guardarlo en mis recuerdos, en ese precipicio que es mi memoria de corto plazo, pude atraparlo para que no me atravesara. Por eso es que vine hoy aquí a contarlo, porque estas cosas pasan una vez en la vida, si hay demasiada suerte o, por el contrario, si no se tiene talento para nada.

El trabajo, para resumirlo lo más posible, se trataba de leer literatura diez horas al día en el lugar que yo eligiera. Nada más y nada menos que leer libros de ficción, poesía, memorias, biografías y todo lo relacionado con mi tan amada literatura. Y sí, en principio cualquiera podría pensar que se trataba del trabajo perfecto para alguien como yo, que vive y muere por los libros, que ha vivido y sobrevivido a pesar de ellos, pero las cosas aquí, como en todo lugar donde haya un ser humano, son un poco menos sencillas, pues resulta que ya van a ser tres décadas de cuando descubrí que un lector libre es aquel que lee lo que quiere y nada más, y, bajo tal premisa, que ya es uno de mis principales evangelios, este trabajo no me lo iba a permitir, porque, en una de las cláusulas principales, después de los nombres de las partes, decía claramente que debía leer lo que me pusieran en las manos y no podría negarme. Por eso fue que no lo acepté, porque no basta con tener la suerte de que se nos presente un dios con forma de moneda o un genio recién llegado desde una botella milagrosa que cumple tres o más deseos, sino que hay que esperar a que esto suceda en el momento más apropiado, y, se sabe desde que inventamos la suerte y el tiempo, los momentos indicados son como las estrellas fugaces, como los unicornios o, para no ir más allá, como los puntos finales.

Porque no basta con tener talento, pienso ahora, señor que está detrás del periódico de hace cinco meses, sino que necesitamos que el mundo entero esté ahí, frente a él, todas y cada una de las veces que así sea necesario, para que ese ser tan frágil tenga de qué asirse, o por lo menos en dónde reflejarse cuando venga el fin del mundo, que es cada segundo, cada pestañeo, cada pregunta y su respectiva respuesta, cada dios olvidado en un altar, cada persona sin peso en los hombros, cada punto final.

 

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