Hablo del amor, no de una persona. No sé su nombre, si tiene pareja, si le gustan las mujeres, o si cree o no en Dios; no necesito nada de eso. Ni siquiera me he detenido a pensar si me parece guapo.
Este amor es distinto, es contemplativo y generoso. Simplemente miro sus manos en movimiento, que juntan lo que voy pidiendo y se detienen a ofrecerme una hoja de albahaca o de una planta que “sabe dulce como la miel, pero no es tan famosa como la stevia”. El momento lo ambienta su marcado acento paisa, que mientras hace cuentas me recomienda lo mejor de su cosecha: que lleve puerro o unas alcachofas pequeñas que inútilmente sigue trayendo, aunque nadie las compra, pero que “son tan lindas que hay que traerlas al pueblo los domingos”. Sus uñas son cortas y están llenas de tierra, su piel es tostada como el caramelo de las crispetas que venden en la puerta de la iglesia a nuestras espaldas.
Estoy enamorada del muchacho que vende verduras orgánicas en los mercados campesinos de la plaza del pueblo en el que vivo. Cada quince días camino hasta estos puestos en busca de la misma escena. En realidad el objeto de mi amor no es él, sino la devoción que él le tiene a su labor, a sus plantas. Yo quiero querer así. Es un sentimiento que supera a la fascinación, es ese amor al que llamamos admiración, que no necesita poseer, simplemente inspira.
Contrario a lo que puedan pensar, esto no tiene nada que ver con un ataque de bovarismo. Este sentir es producto de la obsolescencia a la que ahora se enfrentan todas mis ideas sobre el amor. Cuando una simple conversación sobre lo lindas que están las remolachas me presenta una nueva forma de sentir.
Siempre estoy pensando sobre el amor y todo lo que le invertimos, pero ahora que se acerca San Valentín y que las redes sociales se llenan de un montón de exigencias absurdas, me pregunto por qué debemos dejar todo en manos de un solo vínculo. ¿Por qué teniendo otros círculos que nos contienen hay que pagar altos precios, como la sirenita Ariel al dar su voz para ser parte de la vida de un tipo que ni siquiera es capaz de reconocerla? Por dios, la chica es hermosa, pelirroja, y ¡TE SALVÓ LA VIDA! Ponele un poco de ganas Erick, querido.
Claro que sé por qué, y aquí todo se vuelve un asunto de referentes. Por ejemplo: Flaubert escribió La educación sentimental mostrando cómo se relacionaban las personas de su época, pero no olvidemos que, para entonces, las mujeres no éramos consideradas personas.
A los 16 años me leí El amante de Marguerite Duras y un par de novelas de Kundera; también por esa época vi por primera vez películas como Reality Bites, donde Winona Ryder se dedica a construirse un lugar en el mundo, mientras el desabrido –y sucio, recordemos que es el hype del grounge– de Ethan Hawke se limita a producir CO2, juzgando desde su trono indie y haciendo de taciturno incomprendido por el que ella hace todo el trabajo emocional. Los intereses románticos de mis heroínas eran unos mediocres, ni hablemos de Ofelia, Ana Karenina, la Maga o Alejandra que me da una embolia.
El amor romántico es un esquema tramposo. ¡Cierren ese chuzo ya! Es la peor casa de vicio de la humanidad. Ya lo dijo Kate Millet: “El amor ha sido el opio de las mujeres”. Nos urge una nueva educación sentimental en la que quepan todos los afectos sin responder a las dinámicas de la culpa cristiana y la propiedad privada (pongan punk mientras leen esta frase en voz alta). Yo también he amado en constante combustión hasta quedar sin ganas de vivir, sin ganas de amar (¡olé, Puchito!), pero creo que por ahí no es.
En Querido Diego, Te abraza Quiela, Elena Poniatowska imagina cartas de Angelina Beloff (Quiela), la primera esposa de Diego Rivera, luego de que él la deja en Francia con la promesa de reunirse pronto. Son cartas sin respuesta porque lo que pasó en la vida real es que Diego la abandonó por medio de una gran maniobra de ghosteo de la época, y al final ella debe explicarse todo sola, con el fantasma del abandono sin explicación de quien prometió que la amaría para siempre. Este es el primer registro que tengo de un abandono silencioso, que sin darle muchas vueltas morales a esa forma de terminar una relación, es algo que creo que terminamos haciendo porque crecemos con esta idea del todo o nada que nos da el amor romántico, en el que hay buenos y malos, sin matices, y nadie quiere ser el malo que diga a la cara: no puedo seguir con esto, te prometí algo que no puedo cumplir.
El año pasado tuve tres rupturas entre amigos y amores, bajo la misma técnica de Diego Rivera, y como una Quiela moderna me vi mirando el chat, releyendo mensajes, esperando, entendiendo que esa era la única respuesta que iba a tener. Nada. Y creo que por eso terminé preguntándome sobre la responsabilidad que tenemos al sostener – o no- nuestros vínculos, y de lo agotador que resulta mantener esa idea del amor único sostenido gracias en unos pactos caducos. ¿Y si la vida es encontrar en diferentes personas un poquito de lo que nos hace felices? Juntando, como mi amor del mercado, los colores y las verduras que nos da la cosecha del día, pero cuidando la tierra de donde vienen. Quizás si encontramos otras formas de amar dejemos finalmente de ser un terreno fértil para corazones rotos.
Creo que el amor es una decisión y un acto de fe: escogemos las semillas, las ponemos en la tierra y las cuidamos, esperando a que broten alcachofas lindas que valga la pena llevar al pueblo los domingos. Necesitamos y merecemos revisar las ideas que tenemos sobre nuestros vínculos, por lo que aquí les dejo una selección de libros que superan la imposible promesa del “vivieron felices por siempre”:
Yo volveré al mercado, esta vez llevaré las alcachofas y aprenderé a prepararlas como una forma de gratitud y cuidado a ese amor que me ha enseñado tanto últimamente. Pero si al final quieren morir de amor, lean las cartas que Jhon Keats le escribió a su amada Fanny Brawne. Spoiler alert: Keats murió de tuberculosis antes de poder tener la oportunidad de ser feliz para siempre con Fanny.
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