Yo soy una lectora promiscua, lo digo mitad disculpa, mitad justificación. Es la forma en la que a mí me sirve: voy picando entre cuentos, poemas y novelas, hasta cuatro libros al tiempo. Sin embargo, hoy vengo a contradecirme.
La posibilidad actual de consumir el contenido que se nos antoje en cualquier lugar es maravillosa. Estás en un restaurante, por ejemplo, suena algo que te cautiva, simplemente sacas el celular para “escanear” el viento e internet te cuenta cómo se llama la canción y, quién la canta, y la agregas a una lista de reproducción que, supuestamente, escucharás pronto. Hay información en todas partes, la gente realmente llega más lejos con sus propuestas y estamos ante un gran all you can eat para los sentidos. Pero ¿cuándo fue la última vez que se escucharon un disco completo?
La verdad es que estoy harta de esos gustos prefabricados – talla única, hechos en China, que se educan a través de algoritmos y por los que realmente no sentimos nada más que el subidón de la novedad. Una galleta de soda sin alma, una empatía sin criterio que, desesperados por encajar, reproducimos como autómatas.
Hace poco me leí Libros chiquitos, de Tamara Kamenszain, un ensayo en el que la autora reflexiona sobre la lectura y su rol como escritora y lectora. Lo amé. Ha sido una de las mejores experiencias que he tenido este año, no solo porque son ensayos muy bien escritos, sino porque me regaló a Spinetta.
Sí, Luis Alberto Spinetta, el dios del rock argentino. Yo sabía quién era el Flaco. Claro que había escuchado su música y visto conciertos y documentales, pero nunca había sido mío; siempre era de un novio o de alguna otra persona quien lo traía a mi vida argumentando eso del “dios” y de la “obligación como rockera”. Pero para mí es muy difícil seguirle la corriente al deber ser.
Había terminado el capítulo “Ensayitos bonsái”, unas doce páginas en las que conviven César Vallejo, Sor Juana Inés de la Cruz, Dante (el escritor, no el hijo de Spinetta), Gardel, Margo Glantz, Lezama Lima, Roland Barthes y el Flaco, que entra en escena en el segundo párrafo con su canción “La montaña”.
La instrucción no escrita estaba clara: había que poner la canción para poder hacerle digestión al texto. Así que sin pensarlo mucho, me senté en flor de loto —no por algo hippie- trascendental, es realmente una posición muy cómoda que uso mucho—, de espaldas a la ventana, por la que entraba un solecito cálido lo más de delicioso, y busqué la canción en mi celular y descubrí que hacía parte del disco Peluson of milk que comienza con “Seguir viviendo sin tu amor”, una declaración tan poderosa que hace palidecer a Neruda, Vitale, Keats, las hermanas Brontë y a quién se les ocurra; todos juntos, sin nada más que hacer.
Está bien Tamara, ya entendí, es todo el disco.
Me puse los audífonos, el refugio millenial por excelencia, y obsesionada como estoy con extraer la esencia de todas las cosas del mundo, me encerré en un nido sonoro. También cerré los ojos luego de poner play y durante un poco menos de una hora, en la que no me moví, conocí a Luis Alberto Spinetta. (Esto cuenta como meditación guiada, si me lo preguntan).
Quiero que sepan que Libros chiquitos es mi libro favorito de 2023. Sí, ya sé que vamos en la primera semana de marzo, pero esto está difícil de superar. No fue una revelación en cuanto a estilo: cada ensayo está lleno de emotividad y desborda referencias con las que me fue fácil identificarme, una propuesta simple y muy prolija. Pero a medida que envejecemos, las oportunidades de tener primeras veces se hacen cada vez más difusas, y lo que hizo Tamara, sin pensarlo, fue darme ese gran regalo.
Está bien que nos leamos un cuento allí y un poema por allá; también, que un libro nos absorba tanto que nos lo bajemos de un tirón, sin dormir, como las maratones de series o esos festivales de música donde muchos artistas hacen shows cortos a lo largo de a lo sumo un par de días.
Sin embargo, ¿eso es lo que queremos? ¿De verdad se sienten maravillados en medio de este mar de estímulos? Como ya lo acordamos en pasadas entradas, no estamos compitiendo por quién siente/lee/disfruta/conoce más. Así que, aquí va lo que he aprendido de mis amigues coleccionistas de vinilos: no es solo por el sonido –que sí, es increíble, y muchas veces inigualable—, es que no es fácil saltar la canción; es que tenemos que estar ahí donde está el disco, no en cualquier parte, como dios o la internet; que en el disco hay otras canciones, que no se vuelven música para reels ni pasan en la radio, que esperan en el lado B. Esas que nadie nos dice que nos tienen que gustar, pero que nos gustan, porque sentimos que se convierten en un mensaje personalizado, un guiño, quizás una esperanza que el artista reservó para los que ponemos atención.
Escribo tirada en la sala de un aeropuerto mientras espero un vuelo retrasado que me va a llevar a la boda de dos amigas que amo mucho.
Escribo y escucho, por tercera vez, Cracker Island, el último trabajo de Gorillaz.
Escribo y leo un poemario de Emily Dickinson que acabo de comprar y me despido con sus palabras:
La opinión es efímera,
Pero la verdad dura más que el sol;
no pudiendo tenerlas a la vez,
hay que quedarse con la que es más vieja.
Escribo, escucho, leo detrás de mis audífonos, en un día común lleno de pequeñas primeras veces.
Estoy dispuesta.
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