Sonará cruel, salvaje y poco glamoroso. Pues bien, así se suicidó Robin Williams, uno de los hombres que más felicidad aparentaba en el mundo.
Dicen que drogarse es un suicidio lento. Dicen, además, que el drogadicto poco a poco va perdiendo el control de su voluntad, que la adicción se hace dueña de sus deseos y que al final no habrá más remedio que la muerte, en cualquier circunstancia y en las condiciones más calamitosas. Porque al drogadicto se le ve más como un estereotipo que como un ser humano. Al adicto a las drogas, en términos generales, se le ve como un muchacho desubicado, triste, perezoso y conflictivo que encontró en las drogas la forma de destruirse y destruir su entorno. El estereotipo no admite drogadictos de la tercera edad, pegados a medicamentos que no necesitan para que les curen dolores que no tienen mientras pudren sus riñones. La imaginación no admite que en el mundo ha habido presidentes de repúblicas bananeras y nucleares esnifando en el mismo escritorio en donde firman los decretos. Pocos ven a Maradona como un drogadicto, que es lo que es, sino como un eterno enfermo en tratamiento que le dio mucha gloria al fútbol y a la Argentina, los dos hoy tan lejanos de la gloria y tan cerca de la vergüenza. Nunca he visto a nadie decir que Maradona se esté suicidando. Cuando ha estado a punto de morir, que es más o menos cada cinco años, la gente que lo idolatra se abraza con júbilo cuando se recupera porque “es un guerrero de la vida”, como le oí decir a un periodista argentino en una de sus crisis.
Vivir no es una obligación. Ni para Maradona ni para Robin Williams, los dos adictos a las sustancias alucinógenas. Los dos ricos, famosos, exitosos en sus respectivas profesiones y tremendamente mediáticos. Maradona camina por la cornisa desafiando a la muerte, amando a la vida. Williams, del que pocos esperarían un suicidio, decidió poner fin a sus días sin más anuncio que una tristeza imperceptible para quienes no le conocían. Vivir no es una obligación para nadie, por más que existan leyes ridículas que penalizan los intentos de suicidio, demostrando cuán absurdas pueden ser las normas cuando quieren aparentar que no son inútiles para reprimir lo más frágil de la existencia: el deseo de vivir.
Perseguir vía policía a la dosis mínima es el intento vano de un gobierno cavernario, intransigente y débil que cree, ilusamente, que puede impedir la administración del único bien material que genuinamente nos pertenece: nuestro cuerpo. El Presidente Iván Duque cree que poniendo a los policías en las esquinas a revisar los bolsillos del estereotipo de los drogadictos va a lograr evitar que esos estereotipos y los demás tipos se droguen. El imbécil, porque no encuentro otra palabra para definir a una persona que cree que es posible erradicar el cáncer de piel con estropajo, pretende controlar el consumo a través de la restricción coactiva y dice, a través de su Ministra de Justicia, que se nota que en la vida ha visto un porro ni comprende la realidad que lo circunda, que esta medida es para reprimir a los vendedores. Si esa es la intención, sería inútil. Están persiguiendo a los vendedores que ya vendieron, es decir, a fantasmas ocultos que van a estar advertidos para esconderse aún más.
La sentencia C221 de 1994, cuyo ponente fue el Magistrado Carlos Gaviria (QEPD), que consagra la despenalización de la dosis mínima, es un tratado para reivindicar el libre desarrollo de la personalidad, que además es un derecho Constitucional. Esa jurisprudencia mantiene vigencia porque sus argumentos son contundentes, estructurados, filosóficos, prácticos y jurídicos. Por ello, se han inventado que la restricción legal de la dosis mínima no equivale a la penalización, otro sofisma cantinflesco del Presidente que habla muy fluido y con mucha propiedad para decir estupideces. La incautación es un castigo, es decir, es una pena porque restringe un derecho para sancionar una conducta. Lo mismo que pasa cuando a un delincuente se le priva la libertad. En otras palabras, la incautación de la dosis mínima, que no está penalizada, es abiertamente inconstitucional.
De otra parte, la prohibición para consumir drogas en espacios públicos no le aporta nada nuevo al debate público ni al problema de fondo. Es una medida cosmética que ya está considerada en el código de policía junto con las prohibiciones del cigarrillo y el licor, sustancias permitidas para el consumo por la ley.
Además, resulta ridículo que, para darle carácter coercitivo al Decreto de control de consumo, pretendan que sea un tercero que “certifique” la condición de drogadicto de la persona que porte la dosis mínima y ya roza con lo patético pretender, como lo anunció la Ministra de Justicia, que sean sus padres quienes certifiquen dicha condición. Esto solo habla de la desconexión absoluta entre lo legal y lo real, de lo inútil que es suponer la realidad desde los escritorios de esas vacas sagradas que solo se han enterado de lo que sucede en el mundo de las drogas a través de los estereotipos que ven en los medios o en las charlas de la gente divinamente del club.
Vivir no es una obligación, insisto. La droga no es una forma de suicidarse, es una forma de vivir o de morir, como quien la consuma lo decida. A lo Maradona o a lo Williams, eso va en cada uno. Restringir el uso de las sustancias alucinógenas no tiene ningún efecto en el consumo. Esto lo han demostrado los estudios más serios a nivel mundial con datos estadísticos y testimonios de adictos, los fundamentos de la realidad empírica y las políticas de Estado de países donde el consumo es legal. La represión solo le hace la vida más difícil al adicto porque de una forma u otra lo criminaliza, lo pone de centro del escarnio público y constriñe sin ningún fundamento legal ni constitucional su libre desarrollo de la personalidad.
La única forma de darle cara al problema de las drogas y enfrentarlo con medios realmente eficaces para disminuir el consumo, es la legalización dentro de un marco regulatorio rígido y con fundamento principal en dos pilares: Prevención y Salud Pública.
El principal argumento de los prohibicionistas y represores es que alrededor de la droga existe un mundo de delincuencia y criminalidad que debe ser atacado por la vía de la fuerza. Ante este argumento tan débil, anacrónico y risible más que una explicación me surge una pregunta: ¿Alguien me puede explicar, con la mayor objetividad posible, qué diferencia real, en cuanto al resultado, existe entre alguien que viola, mata, tortura, secuestra, roba, extorsiona o golpea en total estado de “lucidez” y alguien que lo hace drogado? ¿Es más ético delinquir sobrio?
Una persona que discutió conmigo este tema en una red social, creyendo que este era un argumento a su favor me replicó: “Nunca he visto a un borracho robando o matando para comprar trago” para mostrarlo como un personaje “bueno” en contraposición del drogadicto que a su parecer es “malo”. Por supuesto, el alcohólico o el bebedor ocasional no tiene que matar ni robar para conseguir el trago precisamente porque es legal. Esto lo han comprendido en países como Holanda o Canadá en donde existen centros de distribución de droga del Estado con dos objetivos: Que el adicto no tenga que recurrir a medios delincuenciales para conseguir su dosis mínima y para tener un registro de adictos a los que pueden tratar porque parte del compromiso del adicto que busca esta droga es al menos intentar un tratamiento para su adicción. De esta manera, a pesar de ser sociedades con índices muy altos de adicción, los delitos derivados del consumo son casi inexistentes.
Solo un gobierno amarrado a políticas trogloditas podría seguir insistiendo en políticas tan ineficaces para controlar el consumo de drogas. Solo la hipocresía de quien aún no quiere comprender de manera cómplice que el prohibicionismo en Estados Unidos no es un asunto moral sino económico, podría seguir este juego fratricida que en Colombia ha dejado millares de muertos por cuenta de la guerra de más de cuarenta años financiada por el narcotráfico. Porque el país que más se favorece con los altos precios de las drogas clandestinas es el fariseo del Norte. Ya los expertos están corriendo este velo de la ética para mostrar el monstruo de la ambición gringa.
Vivir no es una obligación. Pero dejar vivir sí es un derecho constitucional sustentado brillantemente por Carlos Gaviria con la Sentencia C-221 de 1994. En lo que hay que avanzar es en la implementación de esta Sentencia. Así de simple: “Live and let die”.
Añadir nuevo comentario