Resulta que ahora esa es la forma de hablar que casi no se encuentra. No solamente porque a veces se repiten datos erróneos por ignorancia, como ocurre cuando reenviamos tantas cadenas virales por las redes creyendo que es verdad lo que recibimos, sino porque deliberadamente se tergiversan los hechos para lograr propósitos de beneficio personal y se miente descaradamente.
Los ejemplos no hay que buscarlos mucho, pues se atraviesan todos los días en nuestro camino con solo leer la prensa, con solo oír a los gurúes de las comunicaciones, quienes no solamente tuercen la verdad para favorecer a sus amos sino que, además, también son víctimas de engaños de éstos, como cuando Andrés Pastrana convirtió un simple y breve “Hola” en un pasillo en una “cordial y muy franca conversación sobre problemas y perspectivas de Colombia y la región” con el Presidente gringo, quien ahora será el modelo a seguir por todos los politiqueros, dada su afición a presentar como “la verdad” lo que ellos llaman “hechos alternativos” para maquillar absolutas mentiras.
Pero tampoco tenemos que referirnos a los pontífices de la mentira, pues en la vida cotidiana, en nuestro entorno familiar o de trabajo, tropezamos con mentiras en todo momento, sobre las trivialidades más absurdas, mentiras que se dicen sin necesidad alguna, para disimular que llegamos tarde a una cita, para ganarse miserables 500 pesos en una venta, para justificar que no hicimos la tarea, para echar atrás una decisión que tomamos en un raro momento de generosidad y de la cual nos arrepentimos un rato después, para solicitar o negar un permiso laboral, en fin, en cualquier entorno y circunstancia, la mentira es la norma.
¿Cómo se puede construir confianza en las relaciones interpersonales si no se puede saber en qué se dice verdad y en qué se dicen mentiras?
Hemos llegado al extremo de aceptar con cinismo nuestras propias mentiras y las ajenas, y lo expresamos con aquello de “yo le creo porque yo también soy mentiroso”, y nos resignamos a vivir en un baile de máscaras y engaños en que no se sabe nada con certeza.
¿Qué nos lleva a mentir? Las razones pueden parecer muchas y diferentes, pero detrás de todas ellas aparece un viejo conocido que nos motiva: El Temor.
Desde cuando nuestros padres nos castigaron por equivocaciones inocentes, desde cuando nos exigieron desde infantes que nos comportáramos como adultos y fueron intolerantes con nuestros naturales errores de aprendices, desde esos gritos y palmadas improcedentes, faltos de toda lógica y comprensión, y nacidos de su propia deformación de torturados a manos de los abuelos, desde esas primeras fechas aprendimos a mentir para evitar el castigo, y desde entonces cargamos el grillete del miedo, la cadena de la mentira que nos ata el alma y nos impide la felicidad que solo se alcanza en total libertad.
Pero también aprendimos a mentir por emulación, con las muy eficaces lecciones que nos dieron nuestros padres en todo tipo de momentos y circunstancias, cuando sin necesidad alguna mentían, y nos transmitieron con el ejemplo su propio miedo al castigo (real o imaginado, es igual de eficaz). Sobrepasando las muchas veces que nos dijeron “¡No mienta!”, fue más eficaz el ejemplo de sus actuaciones mentirosas.
Por supuesto que no podíamos decirles que mentían, al menos los de mi generación, pero sabíamos que lo hacían, y guardamos el modelo a seguir, y lo aplicamos tan pronto “nos hicimos grandes”.
Es patético que el paso de niño a adulto signifique dejar de ser virtuoso por obligación para adquirir la libertad de ser vicioso, que de infantes “tengamos que” portarnos bien y de adultos “podamos” repetir todas las distorsiones de conducta que les vimos y aprendimos a nuestros padres. Es casi (y sin casi) como si nuestro deseo de llegar a adultos esté motivado por poder decir palabrotas, beber licor, mentir sin necesidad, comer sin lavarnos las manos, y otra cantidad de conductas chuecas que aprendimos en el currículo oculto de toda nuestra infancia.
Hablamos tantas veces de la franqueza, de la sinceridad, de la verdad, y actuamos tantas veces con mentira y engaño, que nuestra palabra ha perdido valor para los demás y, lo peor, para nosotros mismos. La gente acierta cuando dice “eso no se lo cree ni usted mismo”, y una vocecita muy débil nos dice dentro “yo también sé que eso es mentira, pero ya no me puedo echar atrás”, y se hace necesaria una mentira para cubrir otra, y otra más para cubrir la nueva, hasta que el dique se rompe y las toneladas de mentiras descubiertas nos aplastan.
La buena noticia del día es que sí podemos echarnos para atrás en nuestro camino de mentiras. Podemos empezar por detenernos. Simplemente, ya no digamos más mentiras. Dejemos pasar un tiempo significativo sin decir mentiras y asumiendo en silencio las consecuencias de las mentiras viejas, que se irán disolviendo poco a poco.
Cuando quedemos en la situación de tener que confirmar una mentira antigua, nos quedan dos opciones alternativas a volver a mentir: Decir que preferimos no hablar de ello (si es posible), o reconocer que esa vez nos asustamos y no dijimos la verdad. Así empezaremos a desmontar, pieza por pieza (igual que como lo construimos), el castillo de mentiras en que hemos estado viviendo.
Para no extendernos demasiado, seguiremos en la próxima columna con este tema tan importante en la construcción de relaciones confiables y dignas con los demás, y con nosotros mismos.
Namasté.
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