Lun, 03/20/2017 - 11:01

Mi padre: Su lucha que nos queda y el legado que me dejó.

He sido una persona beligerante. Algunas veces con razón, otras sin ella. Pero siempre con buena fe, que es uno de esos principios jurídicos que solo se desvirtúan cuando se demuestra lo contrario.

Doy esas luchas de todos los días por lo que considero que es justo. Vivo indignado. La indignación es el sentimiento que yace en mi corazón patriótico y el patriotismo es un sentimiento muerto en mi alma.Creo que la corrupción nace en las pequeñas acciones y que es tan grave colarse en el Transmilenio como robarse enteros los recursos de la salud. No creo en grandes delincuentes y en delincuentes de bagatela. Simplemente creo que el corrupto lo es en la medida de sus posibilidades.

Mi padre, Jaime Giraldo Ángel, es mi faro guía. Lo fue mientras estuvo vivo y desde que murió en 2014, sus palabras, que son su legado, son mi rumbo y mis respuestas. No lo quiero imitar ni es mi aspiración ser como él porque tuvo cualidades y virtudes inalcanzables para mí. Pero tengo claras dos cosas que me enseñó: Una, que las luchas justas hay que darlas hasta el final sin importar las consecuencias y dos, que solo se desiste cuando le demuestren que esa lucha no es justa o cuando la lucha finalmente da frutos. Por eso me he embarcado en peleas imposibles que al final han terminado con mi despido, en la soledad y algunas veces en el desprestigio y la humillación.

Mi padre dio la lucha más valiente del siglo XX en Colombia. Fue la lucha contra el narcoterrorismo que inundó al país de miedo y muerte desde mediados de los 80’s hasta comienzos de los 90’s. Un establecimiento podrido le abría las puertas de par en par al poder corruptor del narcotráfico y solo unos pocos quijotes le hacían frente con valentía. Muchos de esos valientes terminaron muertos. Los funcionarios públicos, sobre todo los de la Rama Judicial, vivían intimidados, amenazados y asustados con cada fallo o cada acción en la persecución de los mafiosos. Muchos más se dejaron sobornar y le vendieron el alma al diablo porque preferían un fajo de billetes que una descarga de plomo. Mi padre asumió cargos que nadie quería en ese momento porque eran una sentencia de muerte. Hernando Baquero Borda fue uno de los dos magistrados de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia que sobrevivió al holocausto del Palacio de Justicia en 1985 porque no se encontraban en el Palacio al momento de la toma. Pero la mafia lo persiguió por las calles de Bogotá y fue asesinado cuando salía de su casa el 31 de julio de 1986. Mi padre lo remplazó. Recuerdo que mi papá andaba en un mazda 323 sin blindaje con dos motos que lo escoltaban. Ese carro era fácilmente destruíble con un bodoque bien lanzado. Las amenazas de muerte eran diarias en su oficina y en la casa. Personalmente, desde mis doce años, recibía las llamadas en donde me decían que mi padre no iba a llegar a la casa esa noche. Pero llegaba. Y seguía su lucha todos los días.

En 1990 el presidente electo César Gaviria lo llamó para conformar su gabinete como Ministro de Justicia. El partido conservador que hacía oposición, le prohibió a mi padre hacer parte del Gobierno. Mi papá simplemente les dijo que él no hacía parte de ningún partido. Y era verdad. Mi padre era conservador en sus principios pero la política le valía hongo. Nunca aspiró a ningún cargo de elección popular y nunca buscó un voto en la maquinaria de ningún partido. Por lo tanto su independencia era incontrovertible y el partido no tuvo más remedio que declarar a mi papá como “conservador independiente” para evitar el ridículo de verse burlados.

Como Ministro de Justicia las amenazas arreciaron. Era el sucesor del asesinado Rodrigo Lara Bonilla y también de Enrique Parejo González, a quien la mafia había buscado en Budapest y le había pegado tres tiros en la cara. El 30 de abril de 1991, mientras mi padre era Ministro, fue asesinado tambien Enrique Low Murtra, abandonado por el Estado, cogiendo un taxi en plena calle del centro de Bogotá. Ahora mi padre tenía un carro blindado, el mismo carro en donde murió desangrado Luis Carlos Galán, dos motos y dos camionetas de escolta. Sin duda, era el cargo más peligroso de la época.

Para combatir el narcoterrorismo, mi papá se inventó dos medidas audaces: La política de sometimiento a la justicia y la justicia regional, que se conoció en su momento como “justicia sin rostro”. La política de sometimiento supuso la entrega voluntaria de los hermanos Ochoa, lo que abrió la puerta para que los narcotraficantes dejaran la intimidación y la muerte y se enfrentaran a la siempre precaria justicia colombiana. Y la jusiticia regional salvó la vida de cientos de jueces, fiscales y magistrados cuya identidad fue salvaguardada al igual que su vida. Antes de la justicia regional habían sido asesinados más de setenta jueces de la República. Con la justicia regional, ninguno. Mientras mi padre fue ministro no hubo un solo atentado terrorista con explosivos. El secuestro de personalidades se convirtió en su principal arma de intimidación.

El mayor beneficio que representaba la política de sometimiento a la justicia para los narcotraficantes, era que no serían extraditados. La extradición era el gran temor de los capos. Sin embargo, la Asamblea Nacional Constituyente que sesionaba en la época eliminó la extradición. El mismo día que la Asamblea votó la no extradición, en junio de 1991, Pablo Escobar se entregó a la justicia. La cárcel que lo esperaba era la Catedral, un antiguo reformatorio de jóvenes infractores en un cerro de Envigado. Pablo Escobar requería unas condiciones de reclusión especiales. Para nadie era un secreto su poder de intimidación, soborno y aniquilación y ningún centro de reclusión del país brindaba unas condiciones mínimas de seguridad para encerrar al capo. Mi padre renunció al Ministerio de Justicia el 7 de agosto de 1991. La razón que dio a la prensa es que aspiraba a ser magistrado del recién creado Consejo Superior de la Judicatura. Pero en realidad él consideraba que su labor había concluído porque sin la extradición los capos del narcotráfico no iban a temer al sometimiento porque la carta que tenía el Gobierno en la manga para realmente someterlos era el temor a la extradición. Además, Gavirira había decidido entregar el control de las cárceles de máxima seguridad, incluida la Catedral, a mandos de la policía. Mi padre estaba convencido de que era necesario mantener un civil responsable, serio y deliberante que fuera capaz de tomar decisiones autónomas en caso de ser necesario sin respetar una línea de mando rígida y manipulable, lo que era inevitable en la Policía. Cuando mi padre se retiró del Ministerio, la cárcel de la Catedral era una cárcel. Las celdas eran modestas, la seguridad era eficiente con tres cordones de seguridad, el último a cargo el Ejército Nacional, y Pablo Escobar y sus secuaces enfrentaban a la precaria justicia del país en unas condiciones de reclusión normales. Así lo certificó la Procuraduría General de la Nación en una inspección que solicitó mi papá antes de dejar el cargo.

Cuando Pablo Escobar se fugó de la Catedral a mediados de 1992, ésta ya era un hotel cinco estrellas. Ante la mirada complaciente y pasiva de los mandos carcelarios de la Policía, Escobar construyó su emporio vacacional y su centro de operaciones. Solo le bastó romper una cerca sin electricidad y sobornar tres soldados para irse de allí como cualquier visitante. Habían pasado diez meses desde que mi padre había dejado el Ministerio. Sin embargo, el presidente Gaviria no tuvo reparo alguno en lanzarlo a la jauría hambrienta del Senado para que le hicieran un juicio político y el Procurador Carlos Gustavo Arrieta, el mismo que había certificado que la cárcel de la Catedral era una cárcel y que robó cámara y protagonismo acompañando a Escobar en su recorrido en helicóptero desde la Gobernación de Antioquia hasta la Cátedral para acobijarlo en su cama de reclusión, no tuvo reato de conciencia alguno para abrirle una investigación disciplinaria a mi papá.

Mi papá no perdió la vida ejerciendo los cargos más peligrosos del país para la época a cambio de nada, pero sí le mancillaron su honra, su dignidad y su entereza al tener que enfrentar el dedo acusador de personas como Fernando Botero Zea o Rafael Amador en el Senado, por ejemplo, que luego demostraron cuáles eran sus calidades morales en los procesos penales que debieron enfrentar por corrupción. Finalmente, mi padre fue absuelto por la Procuraduría a cargo de Jaime Bernal Cuéllar seis años después de que se le abriera la investigación porque él mismo renunció a la prescripción de términos. Él sabía que no había duda de su inocencia y no quería que la prescripción dejara esa duda, esa maldita duda en el ambiente.

Mi papá fue un idealista, un quijote, un romántico de la justicia. Siempre nos recalcó que uno debía recibir las cosas de quién vinieran. Recuerdo que mi padre murió el 23 de agosto de 2014. Aún su cuerpo inerte yacía en la cama cuando Ernesto Yamhure, el libretista de Carlos Castaño, trinó en su cuenta de Twitter: “Hoy es un día alegre para la justicia. Murió Jaime Giraldo Ángel, el ministro que le entregó el Estado a Pablo Escobar”. Ernesto Yamhure es de esa “gente de bien” del país. De esos que creen que el problema de la guerrilla se soluciona matando guerrilleros y que la pobreza se soluciona matando pobres. Yo solo le respondí a Yamhure: “Gracias señor Yamhure. Que usted hable mal de mi papá, habla bien de mi papá. Usted no podría hablar bien de nadie bueno”.

Luego, la gente que de verdad conoció a mi papá lo llenó de reconocimientos y homenajes. Su funeral fue un espacio hermoso lleno de historias sublimes de sus alumnos, sus amigos, sus colegas y sus discípulos. El Colegio Nacional de Psicólogos le rindió un sentido homenaje y la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional creó el galardón Jaime Giraldo Ángel para los conciliadores en equidad, reconociendo que mi padre sembró la semilla de los mecanismos alternativos de resolución de conflictos en la Constitución de 1991.

Hace una semana, cuando en la W me entrevistaron a propósito de la denuncia pública que hice en este mismo medio contra el ahora exsecretario de Transparencia de la Presidencia de la República, el exministro y analista Alberto Casas Santamaría recordó a mi papá de una manera hermosa. Dijo, entre otras cosas, que mi papá se había muerto con cierta tristeza porque el país no le había reconocido su gestión y las bondades de la política de sometimiento a la justicia y que por el contrario le había caído mucha agua sucia. Es verdad lo que dijo Alberto, le cayó mucha agua sucia. Pero mi papá no se murió triste. Mi papá murió feliz porque sabía que personas de la altura moral de Alberto y muchos más que dieron la pelea hombro a hombro con él fueron testigos de su bondad y su valentía. En una de sus peores crisis, cuando ya iba camino a despedirse del mundo, le dijo a mi mamá “mi vida fue divina”. Y sí. Su vida fue divina. Mi papá fue un hombre bueno. Solo así lo puedo definir. Y el mejor homenaje que podemos hacer sus hijos es dar esas luchas justas hasta el final, hasta que nos demuestren que la lucha no es justa o hasta que dé sus primeros frutos. Ese es el homenaje que rindo a mi padre y en honor a él seguiré dando esas peleas cuando crea que es merecido.

Mi padre no necesita defensa alguna. Por eso este texto solo lo hago para recordarlo. Su legado, sus aportes a la Justicia en Colombia y la huella que dejó en cada persona que lo conoció, son su mejor y única defensa.

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