Llama casi a diario a Buenos Días América, el programa de radio de Univision en el que trabajo de lunes a viernes. Tiene una voz cálida, suave, envolvente, con la que siempre opina de todo. Lo hace con mucha cultura pero sobre todo con respeto. Con mi compañera de programa, Andreina Gandica, le decimos 'El Filósofo' por la profundidad de sus comentarios.
Hoy, finalizando la tarde, mientras podaba el pasto del frente de mi casa y del patio trasero, recordé que una mañana Rafael me dijo, al aire, en el programa, "Juan Carlos, cuando los hombres sentimos que cada vez más nos parecemos a nuestro padre, es porque ya nos estamos haciendo viejos". Fue inevitable reírme. Lo hice solo, disfrutando el momento y ahondando en mi memoria, porque entendí que había mucha sabiduría en sus palabras de aquella mañana.
Mientras pensaba respiré el olor a hierba fresca y recién cortada, me abrazó el fuerte calor de Miami, sentí el sudor recorriendo mi cara y mi cuerpo, y recordé a mi papá, Carlos Alfonso Aguiar Tello, un orgulloso e incansable trabajador del campo. Al pensar en él fue inevitable descubrir, como si fuera un cataclismo, que Rafael estaba, al menos conmigo, mucho más cerca de la verdad de lo que él podía imaginar: me estoy haciendo viejo. Ya veo la flacides en la piel de mis manos que apenas un par de décadas atrás observaba en las manos de mi viejo, y en aquel entonces pensaba que eran el reflejo de sus largos años. Las arrugas, que solo se me marcaban en la cara cuando reía, ya son parte permanente del paisaje cuando en las mañanas me veo al espejo. Y ese lunar blanco que tengo en la parte de arriba de mi cabeza, que se ha hecho tan característico, ya deja de estar solo y comienza a rodearse de muchas canas. Tanto, que esta mañana mi esposa, Ana María Mejía Arango, me lo dijo con una especie de burla llena de amor, "se perdió el lunar de la cabeza". Ya pienso más y hablo menos, algo que en mi era imposible de lograr años atrás.
La última vez que mi papá estuvo en Miami me ayudó a cortar el pasto. Yo dirigía la máquina y el me seguía con una bolsa plástica para botar lo cortado. Cómo olvidar que cuando vacíe en esa bolsa el pasto picado, me dijo: "huy, comida para las vacas". Me dio mucha risa escucharlo, pero así es él, con un alma de campesino colombiano atrapada en sus 1.68 metros de estatura. No podíamos hacer nada. Creo que no hay un potrero con vacas cerca de mi casa, pero tampoco me lo imaginaba llevando las bolsas de pasto para que los animales hicieran su festín. En Colombia lo haría, pero en Estados Unidos las costumbres son otras y las reglas sobre la propiedad privada son muy estrictas.
Que increíble es el paso de los años y como es de cierto que atesoramos la juventud cuando sabemos que ya hemos dado vuelta a esa página. Hace unos años, más de 30, mi papá y mi mamá me pagaban para que trabajara en el patio de la casa; hoy, lo hago con orgullo mientras descubro que el ejemplo de trabajar duro y con responsabilidad, máxime cuando es en nuestro patrimonio, es la mejor herencia que le puedo dejar a mis hijos.
Si, nos estamos haciendo viejos.
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