Yo tenía más miedo que ella. Jamás había estado tan nervioso en la vida. Con los años y la madurez tomamos más conciencia del inmenso valor de lo que podemos perder. Hubiera dado mi vida entera por ser yo el que estuviera en esa camilla del hospital y no ella. Eran las 7 y 30 de la mañana y yo cumplía 24 horas sin dormir. El día anterior estuve trabajando y regresé exhausto a mi casa luego de volar desde Sacramento hacia Miami. La incertidumbre y el sinsabor de lo desconocido no me permitieron cerrar los ojos en toda la noche. Cuando intentaba dormir, se me cruzaban por la cabeza los peores escenarios posibles, y aunque trataba de espantarlos volvían una y otra vez. Lo hacían sin piedad.
Horas antes, las 3:30 am, me levanté y me metí a bañar. No podíamos llegar tarde a esa crucial cita con el cirujano. La ayudé a arreglar y cuando estuvimos listos, junto con mi suegra, salimos. Era una mañana helada que, agolpada con mis más profundos temores, calaba en los hueso, casi hasta doler. Solo cuando fue llevada al quirófano caí dormido, rendido. Fueron dos siestas sobre un incómodo sofá que me dejaron con el cuello torcido. Tres horas tardó la cirugía, un lapso de tiempo, corto o largo dependiendo de cómo se mire, que fue determinante para plantearme una vez más la importancia de buscar la felicidad.
¿Por qué tardamos tanto en encontrarla? ¿Por qué no entendemos rápidamente que solo somos un soplo en la historia de la humanidad? Hagamos algo por mejorar la realidad que enfrentanos a diario. Agradezcamos más, pidamos menos. Abracemos más, discutamos menos. Vivamos más, pues al final cada segundo transcurrido es un paso más hacia una muerte que es inevitable. Lo importante es qué hagamos antes de que nos llegue para que haya valido la pena. No para el mundo, sino para nosotros mismos.
Mi esposa tuvo una cirugía exitosa. Las manos del médico cumplieron su cometido y se descartó que pudiera tener cáncer, algo que nos atormentaba y de lo que no habíamos hablado pero que sabíamos existia la posibilidad. Gracias a Dios la tendré a mi lado por mucho tiempo más. Hoy, igual que ayer, me cambiaría con ella para enfrentar sus dolores de recuperación pero, como le dije, esos dolores nos recuerdan que está muy viva y que cada minuto vale la pena para intentar que sea mejor que el minuto anterior. Solo puedo agradecer porque haber salido bien de la cirugía es una oportunidad que nos da la vida para continuar construyendo juntos. Si lo hubiera entendido mucho tiempo atrás hoy acumularía más felicidad. Pero estamos a tiempo.
Gracias Cucha (Ana María Mejía Arango), por estar allí y hacer hasta lo imposible porque yo, en medio de todos mis defectos, sea un mejor ser humano.
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