Las piedras no preguntan
ni responden. No miran.
Cuando se rompen
siguen siendo piedras.
No tienen sur.
No tienen norte.
Hacen parte
del alma del mundo.
Escucho ahora
las piedras
de mi infancia.
El viento tibio del alba
las levanta
y las empuja al norte.
El intenso calor
del medio día al sur
de la Avenida Cero.
Muchas se hunden
en el río Pamplonita.
A muchas las tiramos
hacia miles
de alamedas.
Me golpean en la frente
y nada aprendo.
Mi eterna noche
las olvida.
Tú y las piedras
de Cúcuta
son blancas
en los vidrios,
en espejos y en el río;
grises en el alba;
negras en la calle
cuando la "Loca" María
derriba un pájaro;
verdes, azules y amarillas
cuando caen de un árbol
y del cielo; rojas
a la hora de la siesta.
Las piedras sirven
para hacerle goles
a los transeúntes,
para alcanzar un mango
-Lo que más deseo
de los árboles vecinos-.
Tú, las piedras
y los mangos
sólo saben a sí mismos.
La vida es la mente
de mi cuerpo
llamando piedra
a la piedra,
vida a mi cuerpo
y a la imaginación,
palabra a lo que
se lleva el viento,
sueño a lo que
controlo menos,
razón a los sueños
cuando estoy despierto,
alma a lo que
ni yo mismo
sé dónde está,
Dios a Dios,
tiempo a lo extraño,
muerte a lo que
no conozco...
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