La salud mental es un terreno ciertamente disputado. Diferentes actores, instituciones internacionales, Estados y organizaciones sociales moldean los significados que se le atribuyen a esta y definen qué constituye la «enfermedad», el «trastorno mental» y el «tratamiento». Algunos cuestionan los modelos de atención en salud mental basados en la reducción de estos términos a lo biomédico, y la hegemonía histórica de terapias farmacológicas, electroconvulsivas y de psicocirugía. Otros le apuestan a identificar las raíces sociales, económicas y culturales de los problemas de salud mental. Mediante esto generan formas alternativas de convivir con la depresión, la ansiedad, el estrés y el trauma que se ajustan a las prácticas, creencias y percepciones del mundo de las personas y las comunidades. Asimismo, existen actores que rechazan fenómenos globales como el consumo excesivo de medicamentos psiquiátricos y el rol de las industrias farmacéuticas en esto, los discursos dominantes de la psiquiatría que asumen a los pacientes como sujetos «dependientes», «vulnerables» e «incapaces», y la violación de los derechos humanos de quienes se encuentran recluidos en instituciones de salud mental.
En el campo contestado que resulta ser la salud mental, los pueblos indígenas presentan experiencias diversas de la enfermedad y «lo mental», y proponen tratamientos alternativos que exceden o se complementan con los modelos biomédicos generalmente inspirados por el paradigma occidental-moderno de conocimiento. Simultáneamente, los indígenas han dado cuenta de sus vivencias en la relación cotidiana con psiquiatras, psicólogos e instituciones médicas, y se han pronunciado sobre las tensiones entre sus visiones y las perspectivas científicas del bienestar físico y mental. El correlato de todo esto es un conjunto de realidades crueles que hace que hombres y mujeres indígenas sean más propensos a sufrir trastornos mentales como, por ejemplo, la desigualdad económica y la pobreza, la expropiación de los territorios, el extractivismo, la destrucción de recursos naturales, la violencia provocada por el crimen organizado y los Estados, los conflictos armados, y las agresiones físicas, sexuales y psicológicas contra mujeres, niñas, niños, jóvenes y adultos mayores. La migración nacional y transnacional y el asentamiento de familias indígenas en las ciudades, su lucha por el sustento económico en el espacio urbano, la discriminación y la exclusión política no solo ocasionan estos trastornos, sino que también resultan en hechos como la adicción a las drogas y el alcohol y los suicidios.
En este artículo mostramos algunos aspectos de la situación de los pueblos indígenas a nivel nacional e internacional en materia de salud mental. Además, informamos sobre las formas —cultural e históricamente situadas— en que hombres y mujeres indígenas entienden los trastornos mentales y sus posicionamientos frente a los discursos hegemónicos de la salud.
La salud mental entre los pueblos indígenas: la importancia del contexto económico, social y cultural
La salud mental se ha convertido en un asunto de discusión pública y ha sido integrada en declaraciones de derecho internacional, iniciativas de cooperación, leyes domésticas, políticas públicas y programas locales. Desde hace algún tiempo las apreciaciones sobre el padecimiento psíquico fundamentadas en modelos biomédicos han sido retadas por activistas, líderes, voceros y académicos. Ellos afirman que los trastornos mentales y los traumas se insertan en escenarios de desigualdad, discriminación, precariedad y pobreza. Acciones como erradicar la pobreza; destruir la discriminación por género, raza, etnia, clase, orientación sexual, confesión y condición de salud; resolver los conflictos pacíficamente; crear leyes justas y políticas de seguridad social con enfoque de derechos humanos pueden mitigar los trastornos mentales de otros modos.
La idea de que los trastornos mentales se ubican en un contexto socioeconómico y cultural específico ha sido retomada por instituciones internacionales como las Naciones Unidas. En un informe, el Relator Especial sobre el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel de salud física y mental de las Naciones Unidas sostuvo que era necesario comprender la salud mental como un derecho. La prevención, el tratamiento y la promoción de esta deben basarse en enfoques de derechos humanos que garanticen el bienestar de todas las personas. De acuerdo con el relator, es importante prestar atención a cómo la discriminación, la exclusión, la injusticia y la falta de garantías para el ejercicio de los derechos humanos explican los trastornos mentales. Este también afirmó que existen relaciones sociales que impactan negativamente la salud mental, como aquellas asociadas al colonialismo, el racismo y la esclavitud; la expropiación de la tierra y la explotación de recursos naturales; la subyugación de las mujeres y las violaciones a sus derechos sexuales y reproductivos; la opresión histórica de las comunidades lésbicas, gais, bisexuales, transgénero e intersexuales, y la negación de los derechos de las niñas, niños y adolescentes.
Algunas cifras presentadas por instituciones internacionales muestran que los pueblos indígenas tienden a padecer cada vez más los trastornos mentales. La información indica que, con respecto a la población mestiza, blanca y mayoritaria de cada país, estos experimentan de modo más cruel la adicción, la depresión, la ansiedad y el estrés postraumático. Paralelamente, las interacciones entre hombres y mujeres indígenas, profesionales de la salud e instituciones médicas suelen ser más difíciles, puesto que el acceso a los servicios de atención y cuidado está permeados por la discriminación y la exclusión. Esto hace que el derecho a la salud de los pueblos indígenas no pueda ser debidamente garantizado. De ahí que sean necesarias las políticas públicas de salud mental que involucren diálogos entre los saberes médicos indígenas, la psiquiatría y la psicología institucional, y los enfoques de derechos.
Según la Organización Panamericana de la Salud, la situación de la salud mental en los pueblos indígenas está siendo cada vez más desfavorable. En Australia, donde la expectativa de vida de las poblaciones indígenas es muy baja, existen un abuso muy elevado de drogas y alcohol. Estudios conducidos en poblaciones nativas del Ártico, como Alaska, Canadá, Groenlandia, Países Nórdicos y Rusia, afirman la predominancia de las adicciones y el suicidio. Los indígenas de Estados Unidos también mueren por suicidio y pocas acciones estatales se han tomado al respecto. Por su parte, los jóvenes indígenas de América Latina y el Caribe enfrentan mayor adversidad económica, violencia, discriminación, adicción, deserción escolar y problemas de salud mental. De la pobreza en México, la desnutrición en Guatemala, la alta incidencia de enfermedades infecciosas y mortalidad infantil en Argentina, Perú y Ecuador, el alcoholismo en Venezuela y el conflicto armado en Colombia también han surgido trastornos mentales. Como consecuencia, los pueblos indígenas en nuestra región cuestionan los modelos occidentales de la salud mental y demandan políticas interculturales de salud pública que traten los diversos sufrimientos; la integración de médicos tradicionales a los sistemas de salud y las instituciones médicas, y la inclusión de facilitadores culturales indígenas en programas de promoción del bienestar. Así pues, las comunidades indígenas aportan a la solución de problemas de salud mental.
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