Mié, 04/13/2022 - 10:24

Cuento. Cómo habla la gente de mi tierra

Planeé tantas veces el dichoso viaje. Y no lo creía cuando por fin se dieron las cosas. Había hablado casi con todos mis contactos de todas las partes del país para concertar hospedajes y guías turísticos y por fin llegó el gran día de partir.

Recuerdo que lo primero que hice fue coger un Transmilenio que me llevara a la terminal del norte.  Sí, lo sé, soy demasiado tacaña para un taxi (en realidad no tengo mucha plata) ustedes saben: cuestiones de prioridades monetarias. O es coger bus o no comer. Y como el llamado de las tripas no da espera, entonces ustedes me entenderán.

Iba saliendo hacia el portal esperando no recuerdo qué bus, para colmo demorado, cuando escucho distraídamente a un grupo de muchachos de colegio que no superaban quizá los quince años, que de sus elegantes y educadas bocas se expulsan unas magistrales y armoniosas palabras, tan delicadas como el susurro de un enamorado, tan inmaculadas como lo más bello y puro de la creación.

"Marica, venga que yo no le copeo a esa chimba. Así que páseme ese cacharro que cuando lleguemos me lo prendo. Listos que así me ponga paila no hay que dar tanta papaya", dijo uno de los ilustrados muchachos, al unísono de las risas corteses de sus amigos que parecían cachalotes y no precisamente por lo grande de sus cerebros.

Yo no sabía qué pensar ante tal muestra de competencia comunicativa que decidí no prestar más atención.  No habían pasado más de veinte minutos cuando se subió un señor a vender no sé qué carajos. Pensaba a mis adentros que cuántas veces más tendría que soportar esto. No por el hecho de que fueran personas vulnerables o que se estuvieran ganando la vida así. No era eso, era la misma retórica, el mismo discurso…

"Soy desplazado de la violencia. Yo necesito que me colaboren… me disculpan si a alguien ofendo o incomodo".

Y me pongo a recordar y digo: “¡Oh por Dios! Pobre hombre, la vez pasada no era desplazado, sino había recién salido de la cárcel y tenía una hija enferma en el hospital”.

Levanté una plegaria al cielo para que el desafortunado señor encuentre bienaventuranza.  Y sus problemas sean solucionados en el menor tiempo posible. Y no, no es una ironía, es una burla fina y disimulada en la cual revelo el me importan un comino las mentiras de tan emprendedor personaje.

Ya había arribado al terminar y me sentía ansiosa. Así que apreté el paso y me dirigí a comprar el tiquete. Había una larga fila y unas personas con chaquetas del terminar diciendo “Qué pena con ustedes, hay un retraso en los buses. Ya en unos minuticos se seguirá con la venta de pasajes”. A lo que agregaron  unas calmadas personas: “¡Qué va! Siempre es lo mismo, qué gurrupletas,  ¡no! qué falta de respeto, siempre lo toman del pelo a uno acá. Que jartera esta vaina…”

Y el mismo concierto tuve que oír por aproximada media hora, que fue en lo que se convirtieron los minuticos de los susodichos apoyos logísticos.  

Mi primer destino seria la hermosa Boyacá.  En gran parte del viaje, no por chismosa, sino porque hablaban muy duro, escuchaba algunas conversaciones. Recuerdo muy bien cómo una pareja hablaba de  lo enguayabados que estaban ya que la farra el día anterior había estado brava, ah, y que además, el hombre era un líchigo porque ella había tenido que gastar casi todas las rondas de guaro. Y para rematar el señor no dejaba de gallinacear durante la noche y que si seguía así, un día iba a levantarse convertido en mujer.

Luego, se subió por fin un señor a vender algo de lo que llaman mecato. Yo ya estaba en modo caníbal del hambre tan bárbara que tenía. Mientras devoraba mi paquete de Detodito como una loca desenfrenada a punto de matar a todos con mordiscos, escuchaba como dos amigos hablaban de la traga maluca de uno de estos, y del ridículo que hizo este en una fiesta en la que se puso jincho, y que además, la muchacha lo cogió de parche poniéndolo a hacer todo lo que ella quería.  Yo al escucharlos, solo podía pensar en levantarme un muchacho así, para tenerlo de coima y no volver a cocinar en la vida.

Ya al aproximarme a mi destino, y bajar del bus, me sentía completamente perdida.

“Vamos a comer una piquisucia”, decían. A lo que anonadada pensaba: qué relajados son aquí que se invitan  grito herido a visitar a las putas. Yo me sentí como pez en el agua.  Caminé y caminaba mientras escuchaba expresiones que no lograba comprender. Sentí hablar chino, o que ellos hablaban japonés.

Recuerdo llegar a una feria de artesanías, dulces y frutas típicas de la región y una señora muy amable hablaba sobre la charanga que se iba a presentar en la plaza central del pueblo y que unos compadres estaban pensando en vender ese día de fiestas un chirrinche para el frío. Yo con mi don de sociabilidad me acerqué a la señora para que esta me contara qué iba a haber ese día y si habría fiestas toda la semana.

“Antón, sumercé, bienvenida a estas hermosas tierras cubiertas por el manto sagrado”, me dijo.  Era una señora de aproximados 80 años, pero todavía conservada su vigorosidad. Se le notaba el gusto por su tierra.  Yo me limité a preguntar sobre qué cosas se podrían hacer esos días, ya que quería conocer y por qué no, llevarme gratos recuerdos.

“Eso mija, acá lo que hay es que hacer, que conocer. Eso sí, tiene que comprarse una buena ruana porque el pueblo era un tragahielo y que por vidita mía no me fuera a enfermar”, expresó. Y que además me protegiera del sol para que no me pusiera chitiada. Y que fuera a descansar porque me veía muy desguarambilada.

Al momento llegó un señor con ruana, botas y sombrero, y me dice: “Busted no es de por acá, ¿cierto?”, a lo que le dije que no, que era de la capital y que había venido unos días de vacaciones. Esto pareciese haberlo animado, ya que me invitó a comer un plato típico llamado geta, o que si prefería cerca vendían un peto delicioso. Animada, acepté la invitación mientras echaba un vistazo a los dulces que en la feria exhibían. Prestaba atención a las cuajadas, así como a una vaina que decía yerbazos, veía letreros de venta de chisacá, de amargas, potecas, rebancá, a medida que caminaba más cosas interesantes iba encontrando.

Mientras caminamos el señor decía que se nos estaba cogiendo el día, y que era mejor apurarle para poder entrar en la plaza, ya que en esos eventos concurría mucha gente y que quizá no podríamos entrar.  Comencé a estornudar y él me dijo que de pronto había cogido un mal viento y que mejor esperara hasta el otro día para empezar mis recorridos por el pueblo.  Me invitó a su casa a hospedarme, pero no sin antes manifestarme que en su casa canta la gallina, y que le apuráramos porque se iba a largar el agua.

Yo, en realidad no entendí ni una sola palabra, tan solo podía asentar con la cabeza, como si estuviera hipnotizada. Pero sí, estaba hechizada, cautivada de tan bellos paisajes, tan cordiales y amables personas. Me di cuenta que estaba seducida por la vida.

Pasaron los días, había recorrido gran parte del territorio, y me decidí viajar a Pasto.

En la Terminal, como siempre yo en mi faceta de entrometida, disimuladamente escuchaba con atención las conversaciones al mí alrededor.  Había un grupo de personas, que parecían compañeros de trabajo. Con un notable afán, entre ellos se recriminaban por la demora del otro.

“Marica, se nos hizo tarde para ir a camellar”, expresó uno, a lo que su gran amigo con cara de querer matarlo, pero con amor, le respondió: “Qué raye con usted, si fue culpa suya que nos retrasáramos, usted empezó con lo de hacer vaca para viajar… parcero, usted es un tremendo fastidio”.

La conversación no me pareció interesante y decidí parar mis orejas por otro lado.

En el bus dormí un poco, vi una película de como una vieja tenía que pasar un sinfín de cosas para llegar a una entrevista. A lo que me sorprendió la gran capacidad creativa de las personas, y de como esos visionarios empresarios financian una película tan fantástica y entretenida. Pero bueno, eso es harina de otro costal.

Ya en Pasto, me sentí no en otro país, y hablando otra lengua, me sentí en otro planeta, en otra galaxia, en otra realidad.  Cuando comencé mi travesía, y decidí buscar en dónde comer inmediatamente, porque sabía que podía regresar a los hábitos alimenticios de antaño, cuando se disfrutaba el delicioso sabor de la carne humana. Pensé en el delicioso manjar humano, pero recordé que el homicidio es ilegal, así que fui en busca de unas papas con ají. 

Estaba en mis rutinarios diálogos conmigo misma, cuando sentí que alguien me llamaba.

“Quilica, venga, venga visite nuestra tienda”. Yo algo confundida y como medio mensa, me dirigí al llamado. “¿Mande?”, me decía la señora. “¿Mande?”, le dije, “pero si la que me llamó fue usted”. A lo que la señora respondió con una fuerte carcajada. Pensé que mi día había llegado. Me encomendé a Buda, a Ala, a Petro, a todo el mundo. La señora notó mi nerviosismo. “No se preocupe, más bien entré ligero y mira qué cosas le gustan para que pueda comprar”.  Había en el interior de la tienda; tutumas, puperos, cosas que no conocía y que solo me limitaba a leer y preguntar.

La señora me pasó un vaso de agua, y me dijo que parecía un poco desaguada, y que además, tenía cara de ser una carisina. Yo solo pude pensar, en que carisina será su… su agraciada manera de atender. Yo lo único que quería era salir corriendo. No entendía nada…y mi cabeza estaba a punto de sufrir una ruptura violenta por el exceso de presión interior, y sabía muy bien que se provocaría un fuerte estruendo.

Unas personas se quedaron mirándome como si estuviera loca; yo lo único que logré declarar fueron unas refinadas expresiones. “¿Qué me miran, carechimbas? ¿Acaso me les parezco a su madre? ¡Morrongos!”. Y así finaliza mi recorrido por la querida tierra de Pasto. ¿Siguiente parada?

 

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