Y, en caso de que los puristas desciendan de los cielos para engullirme por mi imprecisión, creo que no importa que no diga la cifra exacta, todo lo que se acerque a cien millones de personas en una situación como esa es mucho más que demasiado y, por supuesto, mucho más que poco si hablamos de alfabetización o de nutrición, si es que no son las dos formas menos celebradas del amor. No cabe en una cabeza sin grietas que hoy, casi llegando a la cuarta parte del siglo veintiuno, el de la digitalización y la información desperdigada por ahí, haya personas que tienen más lugares adonde pasar una noche que personas que los quieran. En mi cabeza, calamitosa por enorme, pero funcional, eso sí, no cabe una explicación a que haya personas que ni siquiera sepan cuánto dinero tienen ahora mismo en sus cuentas bancarias, y que haya otras que sepan exactamente cuánto tuvieron en toda su vida. Volviendo a los refugiados y desplazados, digamos que ellos no saben lo que es la imaginación, pero no porque no tengan dónde vivir lo que quisieran vivir, sino porque sus recuerdos están desperdigados por el mundo, al aire libre sin ningún tipo de laberinto que los obligue, como a los nuestros, a echar raíces. Y a lo mejor a eso de no tener un hogar, con tal de volverlo paisaje, el capitalismo le pueda llamar de alguna forma, pero siempre será no tener a dónde regresar cuando todo esté por terminar o, mejor dicho, cuando ya todo haya sucedido. Todos los que tienen tiempo de saber que están muriendo han vuelto sobre sus pasos y sobre sus suspiros, pero los que no han dejado una huella no saben siquiera hacia dónde es el camino de regreso. Eso, y poco más, es no tener un hogar.
Todo eso fue lo que pensé responder a la primera pregunta que me hizo el periodista desde el otro lado de la línea, pero lo resumí en unas pocas palabras pensando mejor en hacerlo aquí y ahora y en el poco espacio reservado para alguien como yo, que nunca responde entrevistas y, por tanto, no es interés de muchos. Ya hecho, y como si no fuera suficiente pensar desde la tibieza de mi hogar en los que están muertos en vida y deambulan por el mundo como si no fueran sus dueños, lo que vino fue la pregunta por el tiempo que nos queda de vida cuando nos enteramos de que este, por la razón que sea, está contado.
Lo primero que se me ocurrió responder a esa última pregunta, que, como sucede con la muerte y con la vida, me fue lanzada como un baldado de agua fría, porque no me la esperaba, fue: «Si me entero de que me queda un día de vida, o diez mil, no leería lo que me falta por leer, sino releería lo que merece ser releído». Lo dije como se dicen las grandes verdades, sin pensarlo tanto, pero, luego de que terminé la conversación, y estuve unos segundos en silencio, pensé que los días de vida que me quedan están contados. No sé cuántos serán ni quién tenga en su base de datos esa información, pero, como los libros, son finitos, y saberlo, en parte, nos convierte en infinitos.
@SergioMarentes
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