A pesar de los indicios abrumadores que han existido durante toda la carrera pública de Uribe Vélez, desde que era el joven director de la Aeronáutica Civil despuntando la década de los ochentas, de sus relaciones turbias con el mundo de la mafia, el paramilitarismo y el crimen, sus seguidores se han concentrado en alegar su inocencia contraviniendo la lógica de toda la evidencia que se ha expuesto en extensos y consistentes informes periodísticos de investigadores colombianos y extranjeros, o justificando sus acciones como parte del plan patriótico del gran colombiano que todo lo ha hecho por el bien de la Patria, en un análisis simple y pragmático de que el fin justifica los medios.
El principal argumento de defensa de los uribistas para rodear a su líder con trincheras de pulcritud, es decir que se le debe respetar la presunción de inocencia y que mientras no sea condenado mediante un fallo judicial, seguirá siendo inmaculado e inocente. Y quizás tienen razón, aunque uno de los pocos consensos claros entre uribistas y no uribistas, es que la administración de justicia en Colombia no se caracteriza precisamente por su eficiencia, menos aún en los procesos que involucran a altos dignatarios en donde el diseño constitucional privilegia lo político sobre lo judicial. Solo hay que recordar el circo macabro y vergonzoso que significó el proceso contra Ernesto Samper por la filtración del dinero de narcotráfico en su campaña y cómo fue precluída la investigación en su contra por el pleno de la Cámara de Representantes con criterios absolutamente políticos, obviando la evidencia y los testimonios de sus colaboradores más cercanos como el de Fernando Botero Zea, tesorero de esa campaña y Ministro de Defensa de ese expresidente, que le confesó al país en todos los informativos que Samper estaba enterado de esas contribuciones del Cartel de Cali a su campaña. No pasó nada. Ahora Samper sigue impune, fungiendo como faro moral de la sociedad.
Y por fin, cuando empiezan a aparecer las primeras pruebas sólidas en una de las 286 investigaciones que se le adelantan contra Uribe, tanto en la Comisión de Acusaciones de la Cámara como en la Corte Suprema de Justicia, suficientes para llamar por primera vez al exmandatario a una indagatoria, los seguidores de Uribe Vélez se siguen aferrando a sus creencias, soslayando las evidencias. Ahora el argumento no es que no existan pruebas, que se están haciendo públicas no solo por los informes periodísticos sino porque reposan en los expedientes judiciales, sino que esas pruebas son parte de un “complot” nacional e internacional en contra del “mejor presidente que ha tenido Colombia en toda su historia hurt it to who hurt it”. Hasta los servicios de inteligencia británicos estarían involucrados en esa celada contratados por el propio presidente Santos, según alega Uribe en su delirante defensa, agitando cada hora la red social de Twitter. Empiezan a aparecer en pasquines informativos de quinta categoría con sesgo claramente uribista “informes de contrainteligencia” que “probarían” el supuesto complot en contra de Uribe. Informes apócrifos, sin fuente conocida con una cantidad de información, datos y hechos que rayan con lo ridículo y que carecen de todo sustento y veracidad.
Los delitos que se le imputan a Uribe Vélez no son menores y van desde tráfico de influencias hasta homicidio y concierto para delinquir y las investigaciones en su contra no son pocas, como ya lo reseñé, son al menos 286. Entonces, el segundo argumento que esgrimen los uribistas cuando notan que las pruebas tienen fundamento, es por qué se concede impunidad a los líderes de las FARC y se les premia con curules en el Congreso mientras que a Uribe lo están judicializando como cualquier delincuente. Los uribistas tienen todo el derecho a indignarse por la impunidad que se deriva del proceso de La Habana en favor de los guerrilleros de las FARC y también pueden considerar que las curules en el Congreso son inmerecidas, como lo creemos muchos, pero tienen que aprender a diferenciar los escenarios de los procesos judiciales. La Justicia Especial para la Paz (JEP) es un mecanismo de justicia transicional. La justicia transicional se emplea en conflictos armados de larga duración cuando dicho conflicto no se puede resolver por la imposición de uno de los actores sobre el otro. Es decir, es un mecanismo de justicia concertado entre las partes para poner fin al conflicto. Sobre esto vale la pena hacer dos aclaraciones antes de continuar: Primero, las FARC no fueron derrotadas militarmente a pesar de los dos períodos que estuvo Uribe en la Presidencia haciéndose reelegir gracias al soborno que dos de sus ministros hicieron a algunos congresistas. Y no solo no fueron derrotadas, sino que agentes del Estado asesinaron entre cuatro mil y diez mil inocentes en total estado de indefensión disfrazados de guerrilleros para dar la sensación de que dicha guerra se estaba ganando. Segundo, el presidente que inició los diálogos con las FARC para lograr su desmovilización fue elegido por los mismos uribistas en 2010.
Entonces, teniendo en cuenta que la JEP es el mecanismo judicial acordado para poner fin a un conflicto, que además tiene raíces históricas y estructurales, más allá del castigo punitivo se han tenido en cuenta cuatro principios fundamentales: Verdad, justicia, reparación y compromiso de no repetición. A eso se han comprometido las cabecillas de las FARC. Quien no cumpla, recibirá penas más severas y si siguen delinquiendo después de la firma de los acuerdos, serán procesados por la justicia ordinaria. Así está establecido en los acuerdos, fue refrendado por el Congreso y aprobado por la Corte Constitucional. Podrán decir que “el pueblo” no refrendó los acuerdos en el plebiscito de octubre de 2016, pero la verdad es que ante la falta de propuestas alternativas de los líderes del NO y sobre el compromiso de no retornar a la guerra tanto de las FARC como del Gobierno, se hicieron los ajustes que se consideraron pertinentes y los acuerdos finalmente fueron refrendados por el propio Congreso. Eso significa que la JEP está vigente y ya se encuentra ejerciendo sus funciones.
La JEP es obligatoria para las FARC, pero además está abierta para los demás actores del conflicto que quieran someterse voluntariamente y que se comprometan con esos cuatro principios a cambio de penas alternativas a la cárcel para purgar sus condenas. Muchos militares investigados y condenados están haciendo uso de esta opción, entre otras personas que han delinquido dentro de un conflicto multifacético de más de 60 años de duración. A este escenario judicial tendría que someterse Uribe si quisiera recibir el mismo tratamiento “impune” de los cabecillas de las FARC. Pero no lo va a hacer, en primer lugar, porque sería “rebajarse” al nivel de esos narcoterroristas y delincuentes y segundo, porque dudo que esté dispuesto a comprometerse con los principios de verdad, justicia, reparación y compromiso de no repetición que exige la JEP, porque esto implicaría el reconocimiento de sus crímenes, algo que claramente no va hacer. Por eso el reclamo de los uribistas es absurdo. Los mecanismos judiciales por los cuales se está procesando a Uribe son los que están establecidos en la Constitución y en la Ley. Pedir impunidad para él es solo un acto de fanatismo de quienes creen que una persona está por encima de la Ley solo por ser Uribe, tener millones de seguidores y ser el mejor presidente de Colombia en toda su historia “duélale a quién le duela”. Esta pretensión emotiva y vacía en un Estado Social de Derecho es un atentado contra la lógica, contra las instituciones, contra la independencia de los poderes y, sobre todo, contra la misma Justicia.
Si alrededor de Uribe se pudiesen dar discusiones sensatas, si los uribistas notaran que los hechos por los cuales hoy se le está llamando a indagatoria parten de una denuncia que el propio Uribe interpuso contra Iván Cepeda por manipulación de testigos y que en el proceso para recolectar la evidencia los investigadores descubrieron que el que presuntamente manipuló a los testigos fue Uribe, si por alguna vez se quitaran el velo del fanatismo de los ojos y consideraran la posibilidad de que su magnífico líder y mesías es en realidad un personaje público con una trayectoria cuestionable y con unos métodos reprochables, se podría promover la “unidad” que tanto pregona el presidente electo Iván Duque. Pero esto es imposible cuando el fanático número uno de Uribe es el propio Duque, que lejos de respetar la institucionalidad, la independencia de los poderes y la gestión de la Corte Suprema en esta investigación, deja de comportarse como un presidente y asume la posición de un áulico más, garantizando de antemano la “honorabilidad” de su “presidente eterno”.
Señor presidente electo Iván Duque: si quiere ser el Presidente de todos los colombianos, empiece por respetar a las instituciones y la independencia de los poderes. Su misión no es la de jugársela por la “honorabilidad” de un solo ciudadano, porque eso es Uribe más allá de sus títulos y cargos, sino de velar porque las autoridades tengan todas las garantías y recursos para adelantar las investigaciones que sean pertinentes y descubrir la verdad. Su comportamiento es preocupante y reafirma los temores de todos los que nos declaramos en resistencia a su mandato. Usted va a gobernar para Uribe, no para Colombia. No pida ni pretenda unidad si procede de esa manera. No podemos aceptar la teocracia que nos plantea en donde Uribe es dios y usted se hace moler, mete las manos al fuego por su honorabilidad y lo declara presidente eterno. Usted nos está sometiendo al dogma uribista, no está abriendo los caminos de la deliberación y los debates propios de la democracia. Repase sus palabras. Y reflexione.
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